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Equivocado diseño del Estado

“Tiene que haber tanto mercado como sea posible y tanto Estado como sea necesario”. Estas palabras fueron pronunciadas por el gobernador de Córdoba, Juan Schiarettidurante un almuerzo realizado hace cuatro meses en el Museo Malba. Rescataba, así, un eslogan que en la década de 1950, sintetizaba el rechazo de la socialdemocracia alemana al socialismo centrado en el Estado. Pero como fórmula para decidir la relación Estado-Mercado, la afirmación no deja de sumirnos en la más absoluta indefinición: ¿cuánto es posible? Y ¿cuánto es necesario?

Tal vez la pregunta que corresponde plantear es qué Estado, más que cuánto. La crítica habitual destaca su excesivo tamaño, su gigantismo. A mi juicio, el mayor problema no es su hipertrofia sino su deformidad.

Existen en nuestras administraciones públicas, organismos y sectores que funcionan bien, otros que están hipertrofiados, pero también hay muchos que son raquíticos o, simplemente, no existen, pero deberían, por lo cual es preferible hablar de “deformidad”. Sobreviven dentro del aparato estatal costosos organismos y puestos de trabajo, creados por anteriores gobiernos, que en su momento pudieron haber sido importantes para el proyecto político de turno y hoy perdieron totalmente su razón de ser.

Es necesario analizar a fondo el valor público de la producción estatal en bienes, servicios, transferencias o regulaciones, para identificar excesos, vacíos y distorsiones. Y frente a la difundida creencia de que en el sector público “sobra gente”, un análisis detenido seguramente constataría la existencia de lo que llamo, un “síndrome sobra-falta”, es decir, que en ciertos organismos y para ciertas funciones, sobra en efecto personal (por lo general, de baja calificación), mientras que en los mismos u otros organismos falta personal con los perfiles necesarios para desempeñar funciones esenciales, generalmente de alta calificación.

Además, cuando se comparan los salarios que se pagan en los sectores público y privado, se constata que el Estado paga salarios bastante mayores que el sector privado en las categorías más bajas y muy inferiores en las más altas, lo cual refleja otra importante distorsión. También existen enormes diferencias entre organismos públicos respecto a la retribución que reciben agentes estatales que desempeñan tareas de similar nivel de formación y competencias, lo que representa otra fuente de deformidad que causa frustración en muchos funcionarios. La política de remuneraciones debería contemplar esta enorme fuente de distorsión, tendiendo a una gradual equiparación que preserve, además, la capacidad de retención de talentos.

La solución no es, entonces, “echar gente”, sino planificar cuidadosamente la planta de personal, evaluando el valor público de cada área funcional y adoptando una inteligente política de reconversión, reasignación y desincorporación programada.

En democracias consolidadas, donde los gobiernos se suceden ordenadamente, cualesquiera sean sus orientaciones político-ideológicas, los cambios en la estructura organizativa del sector público son infrecuentes. Los gobiernos heredan un aparato institucional “decantado” a través de años de gestión que, por lo general, cuenta con unidades organizativas que poseen las competencias y los elencos necesarios para producir los bienes, regulaciones o servicios demandados por los ciudadanos. Suelen contar, además, con equipos de transición política, pertenecientes a partidos o coaliciones triunfantes, que toman contacto con el gobierno saliente meses antes de la entrega del poder. O con gabinetes “en las sombras”, conformados por la oposición, que replican la composición del gabinete presidencial vigente.

Nada de eso existe en la Argentina. Lo primero que hace un partido o coalición, luego de ganar una elección presidencial, es diseñar un nuevo organigrama ministerial y decidir quiénes ocuparán qué puestos, dentro de esa flamante estructura. Y eso suele ocurrir en un tiempo extremadamente breve, sin establecer contactos previos con las áreas gubernamentales todavía actuantes y, obviamente, sin una transición política ordenada.

Por lo general, se crean y suprimen unidades en el papel, en todos los niveles jerárquicos (ministros, secretarios, subsecretarios, jefes de gabinete, coordinadores) y, una vez en el gobierno, aprobada la nueva ley de ministerios, cuando comienza a advertirse que algunas de las decisiones en esa materia eran equivocadas, se continúa rediseñando el organigrama sin respetar los criterios jerárquicos y funcionales que debería contemplar una estructura técnicamente racional. De igual manera, se incorpora personal sin considerar debidamente los perfiles ocupacionales necesarios, primando sobre todo, criterios de clientelismo y afinidad política.

A poco más de un año de un cambio de gobierno, se impone analizar el valor público que generan los diferentes organismos estatales. Esto implica identificar cuáles son sus “productos”, cuál es su calidad, quiénes sus destinatarios, qué procesos de gestión se requieren para la producción o entrega de esos productos y, finalmente, que combinación de infraestructura, personal y bienes o servicios no personales (función de producción) sería necesaria para una gestión más racional. Puede anticiparse que como resultado de ese análisis, surgirán diversos tipos de propuestas: eliminación, descentralización, privatización de la gestión, reingeniería, etc. para una mejor provisión del bien o servicio.

A su vez, el análisis de los procesos de gestión permitirá seleccionar los esquemas jerárquicos y funcionales más adecuados para la distribución de competencias, así como identificar “dotaciones deseables”, con sus respectivos perfiles ocupacionales y posiciones jerárquicas necesarias. La estructura organizativa se definiría de arriba-hacia-abajo y de abajo-hacia-arriba. Con esa información, podrían compararse los perfiles de puestos “deseables” con los efectivamente existentes, según la base de datos con que cuenta la administración pública nacional y, como resultado, se obtendría un listado aproximado de puestos “sobrantes” y “faltantes”.

Los puestos “sobrantes”

Con respecto a los puestos “sobrantes”, habría que identificar a sus ocupantes para, en primera instancia, analizar su posible traslado a otra área del mismo organismo, o a otros organismos, para cubrir puestos de trabajo “faltantes”. Podría ofrecerse formación especial para la reconversión del personal que fuera pasible de traslado.

A quienes no pudieran ser trasladados por no existir puestos vacantes en la nueva estructura compatibles con su perfil, se les podría ofrecer:

  • Un retiro voluntario o jubilación anticipada que, a diferencia de pasadas medidas similares, se otorgaría sólo si el puesto fuera superfluo; o sea, no dependería de la voluntad del funcionario de retirarse si el puesto fuera considerado necesario.
  • Un puesto de trabajo en el sector privado (empresas, pymes, ONG u organizaciones de la economía solidaria), en el marco de un programa de reconversión laboral en el que las empresas participantes se obligarían a contratar a ese personal durante un período mínimo de cinco años, a cambio de un subsidio decreciente del gobierno para cubrir sus salarios.
  • Apoyo estatal a emprendimientos por cuenta propia, a partir del diseño de un programa especial que incluyera el tipo de actividades comprendidas, los mecanismos de análisis, evaluación y aprobación de las propuestas presentadas, el posible asesoramiento técnico a ofrecer desde el gobierno y el financiamiento decreciente que correspondería asumir, teniendo en cuenta criterios de equidad con relación a las otras opciones.

Propuestas de este tipo ilustran el tipo de análisis y búsqueda de soluciones que exige dimensionar debidamente un aparato estatal que se ha expandido irracionalmente, a partir de políticas improvisadas o contradictorias que aumentaron su deformidad, convirtiéndolo en un verdadero cementerio de proyectos políticos.

Por: Oscar Oszlak

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