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El discurso del odio en Argentina


El interrogante que quiero discutir aquí es: ¿qué efectos podemos identificar en la proliferación de discursos de odio hoy en la Argentina? Por definición, los discursos de odio tienen un destinatario principal que no es, por supuesto, aquel que es objeto del ataque, sino una parte de la sociedad que hipotéticamente escucha a quienes los emite y puede ser influido en su modo de ver las cosas y, eventualmente, en su acción.

Tengo tres hipótesis. La primera, en la Argentina de hoy tiene lugar una sorprendente paradoja con los discursos de odio: el más conspicuo y pernicioso discurso de odio consiste en la acusación al otro de practicarlo sistemáticamente. Es en el mismo momento -y mediante las mismas palabras acusatorias- que se precian que criticar el discurso de odio, que este aflora. El modo más claro de este mecanismo es el de que los emisores identifiquen la crítica con el odio, la oposición y la contraposición con el odio.

La segunda es que los que se oponen, los que critican, entran en el campo merecedor del odio por eso mismo, caen bajo el peso de la retórica que los acusa de odiadores seriales. En teoría, esto tiene un efecto potencialmente paralizante sobre la política, que lamentablemente a veces se realiza. La deslegitimación del otro, con frecuencia la deslegitimación recíproca de los actores políticos, es en parte un efecto de este tipo de discursos. Esto paraliza la política, porque la política democrática siempre supone una división del campo, una relación que es a un tiempo de cooperación y oposición, que se degradan severamente cuando están afectadas por discursos que corren la línea de corte a la antipatria, el antipueblo, el rechazo a la democracia y distintas figuras que definen a quien es adversario político como enemigo.

Para abordar la tercera hipótesis debo aclarar desde dónde la formulo: me considero un optimista escéptico. Como es sabido, nadie puede ser un escéptico a secas. Siempre se es escéptico en relación a algo en lo cual el escepticismo puede apoyarse para ser tal. Al menos en la Argentina de hoy la verbalización agresiva de la política no está generando los efectos presuntamente buscados. Creo que es un buen ejemplo el atentado contra Cristina Kirchner.

Por supuesto, la interpretación de que existe una relación causal entre atribuidos discursos de odio a la oposición y los medios y el intento de asesinato, no tiene ni pies ni cabeza.

Pero sí es patente la reacción, su velocidad, virulencia y contundencia de líderes y grupos del campo oficial, para generar un auténtico discurso de odio, que consistió precisamente en establecer esa relación causal además de una identificación en el campo de la Justicia, entre los supuestos responsables del intento y los fiscales encargados de la causa de Vialidad.

Bastante nítidamente, la exigencia de que se respete uno de los poderes constitucionales y, por tanto, de que no se haga trizas la república, es considerada sin más como odio.

Durante el denominado "juicio ético" organizado por el kirchnerismo en Plaza de Mayo en 2010, niños eran incentivados a escupir sobre imágenes de periodistas y figuras de los medios
Durante el denominado «juicio ético» organizado por el kirchnerismo en Plaza de Mayo en 2010, niños eran incentivados a escupir sobre imágenes de periodistas y figuras de los mediosTwitter

Hartazgo con las elites políticas

Como puede verse, los exponentes de estas alegaciones no escatimaron las formulaciones más brutales. La rapidez hizo evidente que se tenían fe: con ellas, parecieron estar convencidos, galvanizaban sus propias fuerzas pero sobre todo ampliarían el respaldo público y difuso en el marco de la polarización política. Esto no ocurrió.

El heroísmo, la victimización y hasta la sacralización de Cristina no condujeron a ningún corrimiento significativo de las opiniones ni tampoco a abonar un clima más cercano a hechos de violencia. En otras palabras, este tipo de discurso de odio cuya retórica pivoteó en la imputación, a los otros, de odio, no cumplió, por fortuna, con su cometido.

Esto no quiere decir que sus efectos hayan sido meramente inocuos. Porque, por un lado, profundizan el hartazgo generalizado con las élites políticas. Quizás esto no sea tan malo, al menos en el sentido de que este hartazgo no es capitalizado por quienes hacen de la denuncia de las “castas” una herramienta principal de la construcción de su base política. Ningún aspirante a liderar la fluctuación de electores y grupos sociales se ha visto beneficiado por las maniobras de denuncia contra los políticos y los medios que serían considerados responsables en última instancia del atentado.

Pero, por otro lado, los efectos de la propalación de este tipo de denuncias han sido la profundización del retraimiento y la extensión de la retirada y el desentendimiento (más allá de las variadas interpretaciones sobre la índole del atentado) para con la política activa.

La mayoría de los ciudadanos parece descreer de las versiones oficiales del episodio, y concluir en que los emisores que las hacen públicas son, en el mejor de los casos, unos chantas. Parecería que el intento de establecer conexiones directas entre los supuestos odiadores seriales y el atentado no convence y provengan de quienes provinieren los discursos de odio no arraigan en el sentido común.

Polémico mensaje contra la libertad de expresión, publicado por la agencia Telam
Polémico mensaje contra la libertad de expresión, publicado por la agencia Telam

A todo esto, ¿cómo se puede hacer política democrática en estas condiciones en la Argentina? Hasta ahora las elecciones han dado cauce al conflicto, y esperemos que siga siendo así. Han dado cauce al conflicto a pesar de que las élites políticas y también otras, han jugado el juego de la polarización. Aunque estas afirmaciones pueden ser apenas tentativas, me atrevería a afirmar que la virulencia de la “grieta” no ha descendido a los votantes de distintas expresiones políticas que, sin embargo, continúan votando a los que expresan –los políticos– en un sentido u otro la variedad del mundo partidario pero convergen, a veces, en la práctica retórica del odio.

La virulencia no ha descendido hasta el votante común. O solamente un poco. Menos mal, porque el odio solo es el principio activo de un régimen político cuando este es totalitario. Con Montesquieu sabemos que los regímenes políticos encuentran su vitalidad en un principio activo, la virtud, el honor y, en el caso del despotismo, el temor. El odio es una hoguera que se consume a sí misma, como puede verse en las Furias de Esquilo (en su tragedia Las Euménides) que, conducidas por el odio, amenazan, protestan, vaticinan, pero su vesania no las conduce a ninguna parte.

Disposición al diálogo

Para construir políticamente, el odio debe ser dejado de lado. Y para hacerlo conservando al diálogo como una de las dimensiones de la política, mucho más. Vamos a algunos ejemplos, no precisamente los más crudos. El gobernador de Jujuy, Gerardo Morales, nos da un buen ejemplo en contrario. Morales nos recuerda que Cristina no le entregó el bastón de mando a Macri (¿precisa recordárnoslo?), nos explica que el lugar del diálogo es el Congreso (¿por qué solo el Congreso? Esto carece de un fundamento claro), y, lo peor, nos aclara que “nosotros estamos dispuestos al diálogo, pero tienen que reconocer primero que los cultores del odio han sido ellos”.

Aunque pueda ser cierto, no parece una forma muy bonita de “estar dispuestos”; la genuina disposición al diálogo no debería requerir una capitulación, sino más bien condiciones sobre su estructura y reglas. Si en un diálogo se puede hablar claramente, no hace falta que ninguna de las partes haya reconocido nada de antemano en lo que atañe a las cuestiones objeto de disenso.

Pero hay que admitir que en esto del discurso del odio los kirchneristas (jugando con el plano inclinado a su favor) se llevan las palmas. Se la pasan acusando a los opositores de odiadores seriales –en los últimos tiempos esta cantinela se ha tornado más y más frecuente– y proporcionan, ellos mismos, cápsulas de discurso de odio a mansalva. Solo un par de refinados ejemplos: “ciertos sectores de Juntos por el Cambio ven con simpatía el golpe de Estado de 1976″ (Leopoldo Moreau) y“El discurso de odio no es contra cualquiera, es contra el peronismo, contra el kirchnerismo” (Victoria Donda).

Cualquier lector está familiarizado con expresiones de este tipo, entre otras mil, que van de la mano de una promesa sombría sobre las posibilidades de diálogo. Reestablecerlo en el marco de la política tal vez no sea una tarea sencilla, pero deben ser los propios partidos que deberían proponérsela. Porque experiencias de diálogo por parte de diferentes sectores hemos tenido, y buenas, pero no son suficientes.

La política es otra cosa, el diálogo debe florecer en el marco de relaciones de competencia, oposición e identidades y debe encontrar en su seno sus propias partes y contrapartes.

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