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Argentina sin líderes políticos

Una convergencia de factores económicos, políticos y sociales nubla una vez más el futuro del país. Las élites parecen no advertirlo, refugiadas en la dilatada zona de confort en la que se han instalado hace años, a contrapelo del deterioro de las condiciones de vida de la gente. Después de décadas de inflación, inseguridad, pobreza, escaso apego a la ley y colapso educativo, empieza a emerger “el rostro terrible de mi patria”, como escribió el poeta español Blas de Otero. Algo desolador e inquietante, que preocupa al poder, pero no lo conmociona.

Contrastando con esa decadencia multidimensional, el sistema político mostró hasta 2019 rasgos de relativa madurez: una oferta concentrada en dos coaliciones, que acapararon casi el 90% de los votos en la elección presidencial y el 86% en la legislativa, acompañado por importantes niveles de participación y un posterior alineamiento legislativo según la lógica de la confrontación, pero canalizada dentro del sistema. En un año de violentos estallidos sociales a nivel mundial, los argentinos fueron a votar, no a protestar agresivamente.

En 2021 se produjo un quiebre de ese cuadro alentador, tanto en la concentración de la oferta electoral como en el nivel de participación. Para no absolutizar el fenómeno deben considerarse dos factores atenuantes: uno fue la pandemia, que incidió seguramente en el nivel de concurrencia; el otro, lo constituye el hecho de que en los comicios legislativos la dispersión del voto entre las fuerzas participantes suele ser más alto.

No obstante, en 2021 hubo indicios de rechazo a la política convencional expresados tanto en la baja participación –un récord que no explica solo el covid– como en la pérdida de votos de las principales coaliciones, cuyo caudal sumado descendió casi 10 puntos en comparación con las legislativas de 2019. La contracara fue el crecimiento significativo de la derecha libertaria, sin antecedentes, y de la izquierda, que no había tenido una performance destacable en 2019.

La cuestión no fue solo cuantitativa, sino también cualitativa: los libertarios constituyen un partido antisistema, que repudia la política tradicional sin distinciones programáticas. El FdT y JxC están atravesadas por la división, pero esto es otra cosa: el cuestionamiento a las reglas y las prácticas convalidados por el sistema, algo que no discuten las principales fuerzas que lo integran. Tal vez creyendo que la nueva derecha estaba lejos de nuestra prolija democracia no advertimos su arremetida.

La bibliografía académica ha explicado el vínculo entre el deterioro socioeconómico, la apatía democrática, la fragmentación política y el surgimiento de partidos antisistema. En la Argentina del disenso, la pobreza, la inflación y la inseguridad, eso milagrosamente no ocurría. Un sistema de coaliciones compacto nos permitía canalizar la ilusión y el desencanto. Y jugar a la grieta mientras el lobo no está. Divididos, pero sólidos. Irresponsables, pero originales. Tan argentinos.

Sin embargo, lo que lucía consistente se estaba resquebrajando, ya antes de 2019. A la presidencial de ese año llegaron debilitados los dos líderes que habían hegemonizado la política en la década anterior. Macri perdió la elección y aunque obtuvo el 41% de los votos resignó el cargo rechazado por la mayoría. Cristina alcanzó la vicepresidencia después de haber suplido su debilidad electoral asociándose con dos antiguos disidentes.  

La semilla de la fragmentación, al menos de las lealtades, estaba plantada y el encanto duraría poco. El fenómeno se manifestó pronto al interior de las coaliciones. Ya sin los indiscutibles liderazgos de Cristina en 2011 y de Macri en 2015, el consenso en el FdT y en JxC se fue resquebrajando poco a poco. A los que agreden en las redes y consumen los medios suscriptos a la grieta, no les importó: Cristina y Macri, como el matrimonio Rose de la célebre película, siempre ofrecieron un espectáculo de rivalidad extremadamente atractivo y rentable, sin que importara cuánto daño hacían, aun con poder menguante.

Lo cierto es que su debilidad inadvertida disparó los sueños de muchos. Aunque se mantuvo la costumbre de ir a pedirles permiso, otras figuras dentro de sus propios espacios empezaron a desafiarlos. A especular con su decadencia en las encuestas, a imaginar que se los podía superar, tanto porque el dedo elector se posara en ellos como por la posibilidad de doblegarlos en una interna. Sergio Massa ahora y antes Alberto Fernández hicieron ese cálculo con Cristina. Y varios de sus antiguos subordinados lo ensayan con Macri. No solo personas, sino también partidos, como la UCR, que salió lastimada de la experiencia de gobierno.

Si a eso se le suma la sorda rivalidad en el triunvirato que nos rige, se advertirá el punto al que llegó el disenso, que podría romper las coaliciones consumando la fragmentación. Dentro del oficialismo y la oposición cada uno atiende a su agenda de ambiciones, compitiendo sin piedad, buscando neutralizar a sus rivales, despreciando cualquier principio si eso le permite avanzar en la carrera. Los jefes no ordenan esta insensatez, sino que la potencian con su frenesí otoñal por el poder. Son las pasiones agonales que mencionaba Weber en la última página de La Ética Protestante.

En esas condiciones, nuestra democracia se ha vuelto centrífuga: una fuerza incontenible licua y esparce fragmentos alejándolos de su eje. Nada es lo que parecía ser hace apenas cuatro años. Un revólver emergiendo de la multitud nos mostró la labilidad de una democracia expuesta al inframundo que ella misma consintió, al ser incapaz en cuarenta años de crear ciudadanos en lugar de lúmpenes. De educar en lugar de embrutecer.

La escena posterior al atentado, en el que mucha gente no creyó porque considera falsa cualquier noticia proveniente de la política, muestra la vacuidad del sistema: Cristina acaparando la agenda para declamar su improbable inocencia; la oposición recalculando ante la eventual derogación de las PASO, un procedimiento antes denostado que ahora parece el único modo de resolver su interna. Juego chico y autorreferencial a espaldas de la sociedad.

Debajo de nuestros pies se abre una enorme crisis de representación. Cayeron “el pueblo” y “la república”, los mitos históricos que expresaban Cristina y Macri. La gente ya no les cree y busca alternativas en partidos enemigos del sistema, que canalizan la bronca y el desencanto.

Es trágico: cuando necesitamos estadistas, encontramos líderes decadentes; y cuando deberíamos mejorar la democracia, la estamos demoliendo.

Por: Eduardo Fidanza. Analista político. Fundador y director de Poliarquía Consultores.

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