Como me gusta escalar, estoy acostumbrado a luchar contra la gravedad, pero de todos modos mis brazos siempre se resienten, pierdo agarre con las manos por el sudor, y llega un punto en que empiezo a pensar si no debería elegir rutas de ascenso menos exigidas.
Hacer esfuerzos pesados, efectivamente, es pesado. Y exigirnos física y mentalmente nunca nos hace ninguna gracia. Sin embargo, nos embarcamos en esos desafíos sin que haya una recompensa externa al final del camino. Yo, por ejemplo, pago todos los meses la cuota de un gimnasio que tiene muro de escalada por la experiencia de trepar y caer una y otra vez.
Otros van mucho más lejos: escalan montañas de verdad, corren maratones y hasta ultramaratones. Y a muchos les gusta pasar su tiempo libre resolviendo crucigramas para ejercitar la mente, o con juegos de estrategia, o incluso videojuegos.
Nuestra inclinación a hacer cosas difíciles y cansadoras es lo que los investigadores llaman “paradoja del esfuerzo”. Exigirnos nos cuesta caro, pero es algo que los humanos valoramos.
Nuestro cerebro está calculando permanentemente la relación costo-beneficio de nuestras acciones. La región del cerebro que monitorea las situaciones de esfuerzo es el córtex del cíngulo anterior, ubicado en la parte frontal, y su actividad neural parece asociada al grado de malestar que nos hace sentir esa exigencia. Esas señales de esfuerzo ayudan al cerebro a evaluar si vale la pena seguir intentando o si conviene pasar a otra cosa.
Fácil es sinónimo de mejor
Históricamente, la neurociencia cognitiva y la economía conductual se basaron en una noción muy intuitiva: que la mayoría de las veces, hacer esfuerzo nos cuesta. Cuando tienen que decidir entre dos tareas cognitivas, por ejemplo, la gente claramente prefiere hacer la que sea más sencilla, y hasta acepta una recompensa menor para evitar hacer la tarea más ardua. Y un estudio reciente reveló que las personas están dispuestas a aceptar dolor físico con tal de no hacer tareas mentales exigentes.
Y no solo los humanos somos vagos. La “ley del menor esfuerzo”, un término que también usan los científicos, también parece aplicarse al reino animal. Las ratas también tratan de evitar las partes físicamente difíciles del laberinto y las tareas cognitivamente más demandantes.
El esfuerzo mental también exige un costo físico: el sistema nervioso simpático activa la reacción de “lucha o huida”, las pupilas se dilatan y el corazón empieza a acelerarse.
“Hacer esfuerzo simplemente nos genera rechazo y tendemos a evitarlo. Por eso vale tanto”, dice Michael Inzlicht, profesor de psicología en la Universidad de Toronto, porque al mismo tiempo, “en el esfuerzo parece haber también algo valioso y placentero”.
La razón obvia para exigirse obtener algo al final, ya sea el premio mayor de campeonato, un récord personal o un aumento de sueldo. En general, “en el mundo real, cuanto más trabajás, más recompensa obtenés”, dice Inzlicht.
El estudio de las neuroimágenes muestra que la actividad del cuerpo estriado ventral, la región del cerebro que interviene de manera clave en los procesos de gratificación, es mucho más intensa cuando logramos algo con gran esfuerzo que cuando hacemos un esfuerzo menor.
Tendemos a valorar el esfuerzo
Así que cuanto más esfuerzo, más valor le damos al resultado.
La gente, por ejemplo, está dispuesta a pagar más por un objeto que construyeron ellos mismos que por el mismo objeto construido por expertos, un fenómeno que lleva el acertado nombre de “efecto IKEA”.
Pero, ¿por qué valoramos el esfuerzo si nos genera rechazo? ¿Por qué los montañistas, maratonistas y otros cazadores de emociones al aire libre buscan esa “diversión tipo 2″ aunque en ese momento la exigencia sea casi insoportable?
La repuesta, según un reciente estudio, radica en el esfuerzo. Según los investigadores, lo que nos impulsa a buscar tareas cada vez más difíciles no es el resultado, sino la gratificación que nos genera el esfuerzo, aunque no obtengamos ninguna otra recompensa.
En el primer experimento, se les colocaron electrodos a 121 personas para monitorear su actividad cardiovascular y así tener una medida física del esfuerzo que estaba haciendo su cerebro durante la realización de una ejercicio de memoria estándar.
A la mitad de los participantes los recompensaron en función del esfuerzo que habían hecho, al otro lo recompensaron con cantidades aleatorias de dinero, sin importar su esfuerzo.
Después esos mismos participantes tuvieron que completar un desafío cognitivo diferente, en este caso resolver problemas matemáticos, y les permitieron elegir el grado de dificultad. Pero lo crucial es que les dijeron que por esa parte del experimento no les pagarían nada.
A pesar de no haber una recompensa externa, los participantes que antes habían sido recompensados por sus esfuerzos decidieron abordar problemas matemáticos más difíciles que quienes recibieron recompensas al azar.
El segundo conjunto de experimentos, realizados online con casi 1500 participantes, reveló un resultado similar: una vez más, los participantes que habían sido recompensados por hacer un mayor esfuerzo cognitivo eligieron resolver problemas matemáticos más exigentes y de manera gratuita.
Lo que sugiere el estudio es que podemos aprender a disfrutar del viaje, independientemente de cuál sea el destino. El esfuerzo en sí puede ser gratificante.
“La valoración del esfuerzo está determinada por nuestra experiencia de la vida cotidiana”, dice la doctora Veronika Job, autora del estudio y profesora de psicología motivacional de la Universidad de Viena. “Históricamente, la tendencia en las escuelas y el trabajo ha sido recompensar el resultado y los logros, y no el esfuerzo”, dijo Job. “Sin embargo, en apenas 15 minutos en el laboratorio, los participantes aprendieron a apreciar el valor intrínseco del esfuerzo mental.”
El nuevo estudio es solo un punto de partida para descubrir cómo entrenarse para esforzarse más.
Eso no significa tener que exigirse al extremo todo el tiempo y en todos los ámbitos de la vida: la sobreexigencia, el agotamiento, el burnout y las posibles lesiones no son resultados deseables.
Pero la capacidad de esforzarse es muy útil para alcanzar los objetivos más desafiantes. En un estudio preliminar que aún no ha sido revisado por pares, Inzlicht y sus colegas descubrieron que las personas que le encuentran sentido al esfuerzo suelen manifestar mayor satisfacción con la vida.
Cuando descubrimos y cultivamos el valor intrínseco del esfuerzo, podemos escalar montañas y encontrar esa reserva oculta de energía que nos permite llegar a la cima.