Le atribuyen a Patricia Bullrich una inquietud singular. Ella cree, también sus asesores, que hoy sería elegida Presidente si hubiera comicios generales. Alegría momentánea: se angustia por no poder sostener ese presunto favoritismo electoral que revelan las encuestas hasta el último trimestre del 2023, cuando se defina el acceso a la Casa Rosada. Falta mucho tiempo y la Argentina, como se sabe, constituye un arcón de sorpresas por su volatilidad política. Hace apenas un año —señalan en el círculo de la jefa del PRO— Javier Milei no existía en las encuestas y ahora se le reconoce una participación clave aún en provincias que nunca visitó. Un cambio en la sociedad, parece. También se ha favorecido Patricia con esa nueva tendencia, aunque el exitismo por administraciones más liberales quizás generen divisiones en la pugna presidencial, inevitables enfrentamientos.
Curiosamente, al mismo tiempo, nadie ignora que la relación Bullrich-Milei es fraternal y revela una afinidad infrecuente: ella se vincula mejor con el economista que con el resto de su propia comunidad partidaria. Y a Milei le ocurre lo mismo. Para muchos, se ha constituido una pareja amparada en una causa común, tan personal como ideológica. Ambos aborrecen a la misma persona: Horacio Rodríguez Larreta. El idilio no facilita imaginar formulas comunes por más que la Bullrich se desentiende de llevar como segundo al mendocino Alfredo Cornejo, a quien en todo caso lo reserva para que gestione su administración como jefe de Gabinete. Si conserva, claro, los números que ahora admira como escalera a la Casa Rosada.
El alcalde porteño, a su vez, intenta recuperar posiciones en su misma interna: promete definiciones categóricas en los primeros 100 días de gobierno, se saca la piel de cordero, amenaza morder y sale a los medios. Semeja Rodríguez Larreta al hijo de su propio slogan institucional: “La transformación no para”, el cual ha convertido en un náufrago al que no le sirve el tesoro de tantos años al frente de la Municipalidad. No confundir: al referirse a tesoro, uno habla del expertise en la gestión.
Se empieza a hacer visible como Massa, Máximo, Mauricio Macri y la mismísima Cristina, hoy dispuesta a “volver a enamorar” como Wanda Nara con su centroforward Icardi. La vice apela en sus actos de reivindicación a su fábrica de militantes en el Estado, también a los arriados por intendentes bonaerenses que repiten el mismo ejercicio de hace 70 años. Corresponde para un discurso de la misma edad. También, se supone, que habrá simpatizantes por su propia voluntad creyendo que esa asistencia será beneficiosa para contener a una justicia cruel que se empecina en sancionarla nada más que por una cuestión de plata. El tema corrupción, debido a otros apremios económicos, desciende en la preocupación ciudadana: se advierte en el declive lamentable que observan emblemas de esa causa que generaban rédito electoral. Léase Ocaña, Carrió, Zuvic o Stolbizer.
Todos en campaña. Tan seguro el ministro de Economía en su postulación que, en lugar de Wado de Pedro como segundo en la fórmula para las elecciones venideras, busca de acompañante a una mujer, sin candidatas a la vista. Optimista el hiperactivo Massa, creyendo que no hay terremoto que lo despeine: si hasta parece que apelará a la vuelta del “dólar soja” para no perder reservas, un recurso por el cual compra cara la moneda extranjera y luego la vende barata. Parece que el precio no importara, sí la emergencia. Poco objetado por esa operación, más bien los medios se exaltan por otras menudencias. Ejemplo, el viaje de su hijo al Mundial con un difuso mecanismo laboral y sin prestarle atención a que desperdicia un mes del secundario como si hubiera huelga de Baradel.
Al éter amigo también se lanzó Macri, ansioso con una promesa que semeja a la “revolución productiva” de Menem: trata de imponer de palabra un cambio que no atinó a realizar en su anterior gobierno. Y pocos saben si podrá hacerlo en un futuro. A veces no alcanza con un juramento, sobre todo cuando el cerco que lo rodea es el mismo que tuvo en su pasada administración (a menos que insistan en echarle todas las culpas a Marcos Peña, lo que convertiría al ingeniero en un pelele de su propia gestión). No se sabe de nadie nuevo que haya incorporado a su vera, se mantienen los sumisos y, en materia económica, ni siquiera hay uniformidad entre sus colaboradores y los del mismo PRO: son halcones los políticos y gradualistas los que sueñan con el Ministerio. Una incongruencia. Además, persiste en la ambigüedad de su candidatura, para adentro jura que entre marzo y abril decidirá su futuro, confía en que haya una aclamación para devolverlo a la Casa Rosada en el 2023. La misma aspiración de Cristina en sus actos, una deformidad de los que durmieron en Olivos más de una semana.
A la Vice Fernández le cayó del cielo la gastritis de Alberto, la habilitó para llamarlo a Bali y solidarizarse en su breve enfermedad. El Presidente, solito en la internación —su Fabiola giraba por el mundo en viajes de beneficencia—, esta vez la atendió y le agradeció el gesto. Deben haberse prometido un “te veré pronto”. A veces, la salud o un velatorio son puntos de partida para una reconciliación. Justo, además, cuando ella requiere la necesidad de un diálogo monumental para salir de la ciénaga en la que se encuentra el gobierno de ella y Alberto. Si es cierta su proclama, se torna absurdo mantener disputas con él, tratarlo de mequetrefe o títere, en el momento cuando se propone arrastrar al resto del elenco político argentino a compartir el hundimiento. Que no sea culpa de los dos capitanes del Titanic.
Además, si conversan, le permite corregir una estrategia fallida: como no pudo suspender las PASO con una presión asfixiante—que era la partida de defunción de Alberto—, ahora traslada su recurrente ambición para crear una mesa política que gobierne con el Presidente, se iguale con personal subalterno, y repartir entre todos la lapicera del Ejecutivo. Vital para ella y su hijo Máximo la introducción de La Cámpora, el Patria & Cía. en un Politburó que disminuya el pretencioso poder de Alberto. Una forma de jibarizarlo “democráticamente” bajo la forma comparable a una mesa tan inútil como la del Hambre: mucha luz y color, poca comida. Habrá que ver si el ocupante de la Casa Rosada quiere volver a ser el “empleado del mes”, calificación que perdió desde que no le atendió más el teléfono a la viuda. O considera tóxica la invasión.