Era miércoles 17 de marzo de 2021. Hacía varios minutos que el plato estaba sin tocar, envuelto en film y frente a su cama de la habitación 406. Tenía dos vainillas y una mermelada compactada en uno de esos recipientes chiquitos y de plástico que sirven en los aviones, buffets de hoteles y hospitales. Unos meses antes, en octubre, a Milagros Nicastro le habían diagnosticado anorexia. Con el cuerpo al borde del colapso, fue internada en un sanatorio privado de Barrio Norte. Tenía 17 años y las horas se le hacían de goma. En el pecho sentía el frío del gel para las ecografías que monitoreaban su corazón. En la garganta, le ardía la sonda que desde la nariz bajaba hasta su estómago para llevarle nutrientes. Todos los días, a las 5 de la mañana, se despertaba con el pinchazo de una aguja en el brazo. “Nada de eso dolía más que la voz denigrante de la anorexia. Era una tortura mental contra la que no podía pelear”, cuenta. Ese miércoles de marzo, agarró los lápices con los que había intentado distraerse pintando mandalas y empezó a dibujar el plato con las vainillas. “ El film y la etiqueta con mi nombre representaban en ese momento la restricción: no poder tocar la comida aunque lo intentara, porque me daba pánico”, describe la adolescente. “Dibujando no solo descubrí un escape: logré mostrar una perspectiva para la que no encontraba palabras”, agrega. Perspectivas. Así llamó, justamente, a la serie de seis obras que nacieron esa tarde y en las que plasmó escenas de una cotidianidad fría de hospital, pero atravesadas por su mirada, realizada en lápices de color, grafito y tiza. Entonces no podía imaginarse que en diciembre de 2022, su trabajo recibiría una mención honorífica en el concurso “Currículum Cero”, organizado por la Galería de Arte de Ruth Benzacar y al que postularon más de 600 personas. Hasta el 31 de enero, su serie de dibujos forma parte de una exposición abierta al público en ese espacio de Villa Crespo.
“Después de todo volví al colegio. El recuerdo de desayunar con los mismos cereales que cuando tenía 10 años, actuó como antidepresivo. Mis problemas con los números volvieron a consistir en la X que no podía resolver en las clases de matemática y dejaron de ser los dígitos en la balanza a los que no podía llegar”, dice Milagros sobre la pintura del blister. Y para explicar la obra de las naranjas, relata: “La enfermera me había venido a conectar el suero con las vitaminas para que funcione mi cuerpo y que, según ella, podía tener con simplemente comer. Pero yo no quería arreglar ni hacer funcionar nada. Estaba cansada. Lo último que quería era que mi vida continuara”.
“La anorexia había empezado como un juego de sumar, restar y bajar, pero terminó con el riesgo de que mi cuerpo dejara de funcionar”, reconoce Milagros, dándole voz a un padecimiento que atraviesan miles de niñas y adolescentes en la Argentina. Su obra permite asomarse a ese mundo íntimo y ayuda a comprender cómo estos trastornos arrasan la vida de quienes los sufren. “Era como una voz en mi cabeza que me gritaba sobre lo que había comido, estaba comiendo e iba a comer. Tenía que dedicarme de lleno a eso, no vaya a ser que perdiera el juego. La primera regla era que nadie se podía enterar”, relata. Hoy, con 19 años, está parada en la galería frente a sus pinturas. Tiene un short blanco y una musculosa negra. El pelo lacio le cae sobre los hombros descubiertos. Se acuerda que durante la inauguración de la muestra, en diciembre, vio a una mujer llorar frente al dibujo de las vainillas. Pocas semanas después, sus seis obras se habían vendido. Todavía no lo puede creer. “El arte en todas sus formas fue y va a ser mi mejor herramienta para expresarme”, se promete.
Un juego peligroso Para hablar de la anorexia, Milagros, que estudia diseño gráfico en la Universidad de Palermo y vive con su familia en Belgrano, retrocede a mediados de 2020: “Tenía un montón de factores desencadenantes, como el perfeccionismo, la autoexigencia, la necesidad de control y la personalidad obsesiva y ansiosa. Desde chica, nunca fui buena expresándome con palabras y prefería guardarme las cosas. En la pandemia mi ansiedad se maximizó y empecé a tener ataques de pánico: no podía controlar mi cabeza”. Como le pasó a ella, los casos de adolescentes con padecimientos de salud mental aumentaron de forma alarmante en el período que siguió a la crisis sanitaria del Covid-19, y el fenómeno continúa hasta la actualidad. Según los especialistas, las consultas e internaciones por problemáticas como depresión, intentos de suicidio y trastornos de la alimentación, crecieron entre un 100 y un 200% en los últimos dos años y medio, lo que hace que muchos servicios de atención se encuentren colapsados, con demora de meses para acceder a profesionales de la psiquiatría y psicólogica, o a una cama de internación. La anorexia era una dictadora que la acompañaba a todos lados. Fue convenciéndola de no salir con amigas: no valía la pena, no tenía tiempo para eso y además no merecía disfrutar de nada. A Milagros fue dejándole de interesar todo lo que le gustaba y ese “juego” se convirtió en la única prioridad, al punto que no podía retener una conversación y tardaba veinte minutos en leer un párrafo. Todos estos síntomas son, según los especialistas, algunos de los más frecuentes en estos trastornos. “Al comienzo, mis papás sabían que algo me estaba pasando, pero no pensaron que pudiera llegar a ser un trastorno ni de cerca”, señala la adolescente. Fue su mejor amiga la primera que se dio cuenta. Ella y su mamá hablaron con los papás de Milagros y les sugirieron el nombre de una nutricionista. En octubre, la adolescente llegó a su consultorio. “Temblaba de miedo. Una parte de mí quería ayudar, pero la voz era muy fuerte y la ambivalencia era total. Sin ningún tipo de anestesia, me dijo que estaba desnutrida y me diagnosticó anorexia. Mis papás estaban sentados al lado mío y yo me quería hundir en la silla: creo que no hice contacto visual por un día entero. Esa tarde empecé a escribir, necesitaba descargarme y me daba vergüenza hacerlo con alguien más”, cuenta. Durante su enfermedad escribió ocho cuadernos: un diario íntimo detallado de esos días oscuros. “Si no fuera por ese registro, hoy no me acordaría de nada, porque la anorexia acapara todo tu espacio mental”, sostiene. Los trastornos de la alimentación se encuentran en los primeros puestos de las problemáticas de salud mental que crecieron en el último tiempo. La anorexia nerviosa, como la que tuvo Milagros, es uno de los más frecuentes: en mujeres jóvenes y adolescentes de países desarrollados, su prevalencia va del 0,5 al 1% de la población; mientras que en el caso de la bulimia nerviosa es del 3% y en el trastorno por atracón, del 3,54%.
Las fotos de las cucharas con las palabras en inglés “malo” y “falla” fueron tomadas por Milagros y entregadas a su nutricionista como una forma de transmitirle a la profesional lo que sentía en relación a la comida. La adolescente tenía pánico de comer y de “fallar” en ese “juego” compulsivo al que la anorexia la había empujado.
”Me estaba ahogando” A Milagros le costó mucho pedir ayuda. Siempre fue muy perfeccionista y dice que daba la imagen de la chica a la que nunca le pasaba nada. “En el colegio era la típica calladita que tenía buenas notas. Siempre me felicitaban, nunca causé ningún problema y era muy buenita. Pero en la clase estaba en la estratósfera, pensando en cualquier otra cosa. No hablaba con nadie ni lo manifestaba”, recuerda. Aunque sus padres siempre estuvieron muy presentes, los mecanismos que usaba la anorexia para “esconderse y escabullirse” eran inagotables. “Me voy a comer a mi cuarto, tengo que hacer un trabajo de lengua”, “Hoy no tengo tanta hambre” o “Ya desayuné” son algunas de las frases que Milagros repetía con frecuencia. A eso se sumaron los cambios en su ánimo: estaba más apagada y alerta. Tapaba su cuerpo con buzos enormes y pantalones holgados. Y cuando alguien le preguntaba “¿Che, pasa algo?”, ella se ponía a la defensiva. Un mes después de esa primera consulta con la nutricionista, la derivaron a un centro especializado en trastornos de la alimentación, algo que puede representar una verdadera odisea para muchas familias atravesadas por estas problemáticas. Los equipos interdisciplinarios son pocos (en general, trabajan de forma privada) y las listas de espera para recibir atención pueden ser de meses. Ese verano fue especialmente difícil para Milagros. “Pasé por muchos cambios en mi vida y caí más duro y fuerte que nunca en el trastorno. La voz acaparaba todo. Tengo un diagrama que hice en mis cuadernos de cuánto de mi mente ocupaba mi enfermedad y la mínima parte en que todavía me sentía yo. La anorexia me terminó sacando mi personalidad por completo”, asegura. Sentía que vivía con una máscara puesta. Estaba de vacaciones con su familia y hacía malabares para ocultar cómo se sentía. “Empecé a tener pensamientos muy, muy oscuros y no quería seguir viviendo. Nada tenía sentido, me estaba, literalmente, ahogando”, describe. En marzo de 2021, volvió a su nutricionista. La adolescente le entregó una hoja donde había escrito cómo se sentía y unas fotos que había sacado con la excusa de hacer un trabajo para el colegio: en una se veía un plato repleto de etiquetas de alimentos con los detalles de las calorías, las grasas y azúcares. Esa era su manera de percibir la comida. A los pocos días, la internaron durante dos semanas: estabilizar su cuerpo era apenas el primer paso del camino para su recuperación. Tuvo que dedicarse de lleno a eso y poner el colegio en stand by. Le pidió a una amiga que le guardara el buzo de egresados: ni siquiera sabía si iba a poder completar ese año escolar.
“Necesitaba mostrar que esto no es romantizable” Milagros empezó a pintar de chiquita. A los cuatro años, su mamá y su papá (ella es maestra jardinera y él es abogado), la llevaron a un taller de arte. Al tiempo lo dejó y recién en la secundaria esa llama volvió a avivarse. Iba al colegio Belgrano Day School y, en cuarto año, eligió la orientación de Arte y Diseño. En esa asignatura tenía una profesora que resultó un motor fundamental. “Cuando me enfermé, me dejó de interesar todo, incluyendo el arte, hasta el día en que empecé a dibujar en el hospital y descubrí que podía bajar el volumen de la anorexia y quizás algún día llegar a apagarla. Me empecé a imaginar lo que se convertiría luego en la serie Perspectivas y la posibilidad de dibujar con un propósito se volvió la razón para seguir viviendo. Mis trabajos son crudos, pero necesitaba explicar que un trastorno de la alimentación no es romantizable, como pretenden mostrar algunas redes sociales”, reflexiona.
Otras de las fotos que Milagros sacó durante el momento más agudo de su trastorno de la alimentación, apenas unos días antes de tener que ser internada. Para ella el arte fue siempre una forma de expresión.
Salió de la internación con el cuerpo estabilizado, pero el cerebro “en cortocircuito total” todavía. “A veces me sentía como si me tirase al vacío: confiaba en lo que me decían los profesionales, aunque yo no me lo creyese. La verdad es que las ganas de recuperarte no te caen del cielo: no es que un día decís ‘quiero estar bien’. Al principio lo vas a odiar, pero lo tenés que hacer, aunque sea con miedo, y concentrarte en el futuro”, señala. Sus papás, que al igual que sus amigas fueron para Milagros incondicionales, movieron cielo y tierra para encontrar lo que consideraban el mejor equipo interdisciplinario de tratamiento, que incluía psiquiatra, psicóloga y nutricionista. “Sin su apoyo, hoy no estaría acá. Lo primero que me dijo mi psicóloga cuando la fui a ver fue: ‘Te voy a enseñar a pelear, porque la anorexia es el peor rival que podés tener’. Y así fue. Cuando la enfrentás, al principio se hace más fuerte porque no la estás complaciendo. Sufrís mucho hasta empezar a estar mejor”, dice Milagros. Esa profesional fue quien un día le mandó el link con el concurso de la galería Ruth Benzacar y le propuso: “Postulá tus trabajos”. Ella dudó. Los subió a la web apenas tres minutos antes de que cerrara la convocatoria.
Milagros empezó a darse cuenta de que estaba mejor cuando volvió a reírse con sus amigas; a levantarse a las 6 de la mañana con el despertador para ir al colegio y no con una aguja pinchándole el brazo, y cuando los números de la clase de matemática eran los únicos que le importaban, no los de la balanza. “Dejé de sobrevivir y empecé a vivir. Necesitaba recuperarme, porque una vida que valía la pena no incluía la anorexia”, define. Hoy está dada de alta y el foco de su vida está a años luz de la comida. “Por más que sigo tratando otras comorbilidades, lo hago sin lastimarme ni ponerme en riesgo, sin esconderme, sin amenazas ni control sofocante. Y, sinceramente, si la anorexia no me ganó, no voy a dejar que nada más lo haga”, cierra.