Cuando era una beba había estado expuesta a sustancias tóxicas. Era demasiado madura para su edad. Era demasiado inteligente para su escuela. No era lo suficientemente inteligente para su otra escuela. Su escuela era demasiado estricta. Su escuela era demasiado permisiva. Cuando era chica hizo ballet. Tenía un desequilibrio hormonal. Simplemente estaba desequilibrada. Era penosamente inmadura. Quería llamar la atención. Quería desaparecer. Quería ser Kate Moss. Quería estar en sintonía con el espíritu de la época.
Esas son apenas algunas de las 75 causas que los médicos, terapeutas y otros profesionales le dieron a Hadley Freeman para explicar su severo cuadro de anorexia nerviosa.
Freeman, autora de el fascinante nuevo libro de memorias Good Girls: A Study and Story of Anorexia (“Buenas chicas: un estudio y una historia de la anorexia”), desarrolló anorexia en la década de 1990, pero advirtió que en estos últimos años se multiplicó la incidencia de ese trastorno alimenticio, que suele afectar a chicas púberes y adolescentes. “Durante la pandemia se conocieron muchos datos que mostraban un aumento de los trastornos alimenticios, tanto de pacientes ambulatorios como de pacientes que debieron ser hospitalizados”, dice Joanna Steingalls, directora de la Clínica de Investigaciones de Trastornos Alimenticios de la Universidad de Columbia y miembro del Instituto de Psiquiatría del estado de Nueva York. Y ese aumento no se verificó solo en Estados Unidos, donde Freeman nació, sino en otros países como Gran Bretaña, donde fue diagnosticada y recibió tratamiento por primera vez.
Hace mucho que conocemos este triste fenómeno de la anorexia. La pregunta es por qué se está extendiendo tanto últimamente.
¿Fue la pandemia? ¿Tendrá que ver con las redes sociales? ¿O estará relacionado con el aumento generalizado de los índices de depresión y ansiedad entre las chicas más jóvenes?
Causas
La verdad es que no se conocen las causas exactas de la anorexia, pero en las últimas décadas fuimos sabiendo mucho más. Mientras que la anorexia antes era analizada desde la perspectiva de los comportamientos individuales y familiares y los condicionamientos culturales, hoy sabemos que al igual que otros trastornos psiquiátricos, como la esquizofrenia y la depresión, tiene un componente neurológico.
“En los últimos 20 años, lo que sabemos sobre la base neurobiológica de la anorexia creció mucho”, dice Steinglass. “Eso no quiere decir que la persona y sus conductas no tengan nada que ver, pero también hay mecanismos en el cerebro”. Las recientes investigaciones muestran, por ejemplo, que cuando los anoréxicos deciden qué van a comer, las partes de su cerebro que se activan son distintas a las de las personas que no sufren ese trastorno. Y otro estudio sugiere que hay rasgos metabólicos que también juegan un rol.
También hay evidencia que sugieren la presencia de un componente genético, aunque todavía no se sabe hasta qué punto el trastorno responde a una mezcla de cuestiones genéticas y ambientales. Como dice un médico de la Unidad de Trastornos Alimenticios del King’s College de Londres en el testimonio recogido por Freeman en su libro, “Hacen falta un terreno genético fértil y disparadores ambientales.”
Freeman es uno de varios autores de libros recientes que abordan la experiencia de vivir con anorexia. En su exitoso libro de memorias I’am Glad My Mom Died (“Suerte que se murió mi mamá”), Jennette McCurdy cuenta que sufrió anorexia seguido de un severo caso de bulimia. Y en Strangers to Ourselves: Unsettled Minds and the Stories That Make Us (“Extraños de nosotros mismos: mentes perturbadas y las historias que nos hacen”), la periodista Rachel Aviv rememora su internación por anorexia cuando tenía apenas 6 años.
Incidentes
Un elemento común entre quienes tienen predisposición a la anorexia es un incidente que “precipita” o “desencadena” la enfermedad. En el caso de Aviv, ese incidente se produjo durante Yom Kippur, cuando entendió que podía renunciar a la comida. “La decisión tenía un componente de energía religiosa y un aura de martirio”, dice Aviv en su libro. En cuanto a McCurdy, fue la anorexia solapada de su madre, que le enseñó a “restringir calorías” cuando ella tenía apenas 11 años y era una niña actriz desesperada por demorar la pubertad y mantenerse flaca para conseguir papeles. En el caso de Freeman, fue durante una clase de gimnasia, cuando se sentó junto a una compañera de piernas notablemente flacas, quien al mirar los muslos de Freeman le dijo: “Ojalá fuera normal como vos”. Con eso alcanzó. Como escribe Freeman, “Ser normal era ser nada”.
Y así fue que la anorexia se convirtió en su identidad. “Cuando era adolescente, en la década de 1990, las otras opciones eran hacerse punk, skater o gótico”, dice Freeman. “Pero yo elegí la anorexia.” Su descenso en la enfermedad fue vertiginoso y profundo, con numerosas internaciones.
Una vez arraigada, una identidad anoréxica puede terminar fomentándose desapercibidamente en entornos grupales, como las guardias o salas de hospital. Si bien el objetivo de llevarlas al médico era que aprendieran a corregir las conductas que les hacían mal, en la práctica, tanto Aviv como Freeman fueron testigos de cómo sus compañeras de sufrimiento se enseñaban comportamientos nocivos entre ellas, reforzando e incluso intensificando sus trastornos alimentarios. No es extraño entonces que un estudio de 2016 haya mostrado que las niñas que asisten a escuelas donde hay más chicas que chicos y tienen padres con alto nivel educativo tienen más probabilidades de desarrollar anorexia.
Redes sociales
Por esas evidencias de la influencia social, algunos apuntan a las redes sociales como un desencadenante o un factor que contribuye a la exacerbación del trastorno. En enero, una madre de Hastings-on-Hudson, Nueva York, presentó una demanda contra Meta y TikTok, junto con su empresa matriz, ByteDance. Según el informe sobre la denuncia que publicó The Rivertowns Enterprise, cuando su hija empezó a seguir cuentas relacionadas con el ejercicio y las dietas, esas aplicaciones empezaron a mostrarle publicaciones relacionadas con trastornos alimentarios: la joven desarrolló anorexia. Curiosamente, ahora algunas clínicas especializadas en trastornos alimenticios les desaconsejan a sus pacientes que hagan amigos en las redes sociales, porque si bien el apoyo mutuo puede ser útil, la tendencia a competir y a recaer en viejos hábitos supera los potenciales beneficios.
Por eso los hábitos, cómo se generan y cómo se pueden romper, son uno de los focos de las investigaciones actuales. No comer se convierte en su propio ritual y en su trampa. Como señala Aviv en su libro, “Tarde o temprano, una decisión impulsiva se arraiga y se vuelve cada vez más difícil de revertir.” La anorexia de Freeman fue inducida por su trastorno obsesivo compulsivo. “La anorexia está muy cargada de elementos obsesivos compulsivos, como contar calorías todo el tiempo”, dice Freeman. “Para mí, esa rutina era muy reconfortante, muy tranquilizadora”. Matarse de hambre, agrega, puede convertirse en una forma de calmarse.
En su libro, Freeman también señala que algunos médicos ven un entrecruzamiento de la anorexia con el trastorno del espectro autista, con la rigidez de pensamiento como elemento en común. En ese caso también puede haber una relación con la genética. Un estudio realizado en Suecia en 2022 reveló que los hijos de madres con trastornos alimenticios están “significativamente asociados con el trastorno por déficit de atención con hiperactividad y el trastorno del espectro autista”.
En los tres libros de memorias, la sensación de impotencia y el deseo de control emergen como características centrales del trastorno. A menudo, esos sentimientos de impotencia tienen que ver con la incomodidad que genera la pubertad, el desarrollo de la sexualidad y la edad adulta. (“Sigo usando amplios pantalones cortos para esconder mi cola, que es curvilínea y femenino, y justamente por eso no me gusta”, escribe McCurdy sobre su forma de pensar de antes. “Deseaba que mi cuerpo no transmitiera nada sensual o sugerente.”)
Pero Freeman quiere disipar la idea de que la anorexia responde solamente al deseo de ser flaco. Por el contrario, dice, el objetivo es verse enfermo esquelético. Se trata de cortejar a la muerte. Entre las enfermedades psiquiátricas, la anorexia es una de las más mortales.
“La anorexia es una forma de decirle a la gente que no sos feliz, sin tener que decirlo”, apunta Freeman. “Es una forma externa muy visible de decir que algo está muy mal.”
Las estadísticas son alarmantes: un estudio realizado en 2022 en Gran Bretaña sobre 15.000 estudiantes reveló que las niñas tienen el doble de probabilidades que los niños de sufrir problemas de salud mental. Y un estudio publicado en 2019 en Lancet Psychiatry encontró que entre 2000 y 2014 se triplicaron las autolesiones entre las adolescentes y mujeres jóvenes. En Estados Unidos, la proporción de niñas que tuvieron un episodio depresivo mayor en el último año aumentó un 145% entre 2010 y 2020. Según los Centros para el Control y Prevención de las Enfermedades de Estados Unidos (CDC), en 2021 casi tres de cada cinco adolescentes informaron sentir “tristeza persistente”, la proporción más alta en una década. Independientemente de la propensión que tengan al nacer y el sufrimiento que les cause este mundo, las niñas claramente parecen estar desquitándose con ellas mismas. Y deberíamos preguntarnos muy seriamente por qué.