Desde unitarios y federales, las divisiones surcaron la historia nacional. El conflicto del gobierno de Cristina Kirchner con el campo, hace quince años, abrió paso a la actual: la tristemente famosa grieta que había comenzado a perfilarse durante la presidencia de su marido por su estilo confrontativo y que ella continuó con esmero.
De hecho, un severo llamado de atención por ese modo de gobernar que el entonces cardenal Jorge Bergoglio le hizo en 2004 a Néstor Kirchner con ocasión del tedeum del 25 de Mayo determinó que éste no pisara nunca más la catedral de Buenos Aires.
Mauricio Macri hizo su aporte. Durante su presidencia apostó a la confrontación con Cristina creyendo que esa estrategia le iba a traer un rédito electoral. Al final, no le resultó. En los últimos tiempos sumó tensión la ofensiva del kirchnerismo contra la Justicia por los juicios por corrupción contra la vicepresidenta. Y, finalmente, el fragor de las campañas en un año electoral ante los comicios presidenciales. Así llegamos a la actualidad en que la grieta acaso es más profunda que nunca. Por eso, empezar a cerrarla parece una total y completa utopía.
El problema de este ambiente político envenenado -que se vuelve irrespirable para la sociedad- es que impide grandes acuerdos entre el oficialismo y la oposición para afrontar los graves problemas del país. Consensos que, a juicio de no pocos analistas, es la única manera de empezar a dejar atrás la crisis profunda en la que está sumida la Argentina. Para colmo, estas peleas no solo generan un fuerte rechazo en la mayoría de la población según las encuestas, sino que fomentan la desesperanza.
Precisamente, la percepción de una extendida desesperanza fue una de las grandes preocupaciones del centenar de obispos de todo el país durante su reciente asamblea plenaria. De hecho, junto con las peleas en la coalición oficialista -que tiene la mayor responsabilidad por ocupar el gobierno-, determinó que después de varios años difundieran una declaración. Más aún: la comienzan señalando “el agobio del desencanto, las promesas incumplidas y los sueños rotos de un pueblo que sufre”.
No es que no hayan reparado en la gravedad de problemas puntuales. En la declaración mencionan “la angustia de sentir que cada vez es más difícil poner el pan sobre la mesa, cuidar la salud, imaginar un futuro para los jóvenes”, a lo que “se suman el miedo a salir a la calle, la violencia y la agresión generalizada”. A la vez que dicen que “nos duele en el alma la deserción escolar, las aulas reemplazadas por una esquina o un rincón peligroso a la vista de las madres impotentes”.
Incluso llegan a preguntarse: “¿Qué hicimos con nuestra patria?”. Pero advierten que “la bronca y el cansancio no son buenos consejeros” como tampoco llevan a buen puerto aquellas “soluciones tan seductoras como inconsistentes”, en una implícita alusión a Javier Milei. Y le piden a “quienes poseen mayores responsabilidades que tengan la grandeza de pensar en el sufrimiento de muchos, más que en los intereses mezquinos” y encuentren “puntos en común”.
Ahora bien, si efectivamente las principales fuerzas políticas llegaran a avanzar en un diálogo en pos de grandes acuerdos, ello no parece que sería probable hasta después de las elecciones. Lamentablemente, los comicios ponen en pausa la definición de soluciones de fondo. Mientras tanto, la Iglesia -dicen cerca del Papa- debería promover que la intensidad de la pelea política baje fuerte tras las votaciones y puedan empezar conversaciones fructíferas.
De lograrse el objetivo -señalan las fuentes vaticanas- se allanaría el camino para la venida del Papa al país, quien respaldaría aquí los grandes acuerdos. Visita que, según reveló días pasados el periodista Joaquín Morales Solá en el diario La Nación en base a una conversación con el pontífice, Jorge Bergoglio está proyectando para 2024. Lo cual implica -agregan allegados a Francisco- que antes la Iglesia “debe hacer los deberes”.
Enterados de su proyecto de venir, los obispos le enviaron el jueves al Papa una carta en la que, al expresarle su “beneplácito”, le dicen que su venida sería “un puente tendido entre orillas políticas e ideológicas distanciadas” -o sea, que contribuiría a cerrar la grieta- y, además, “un bálsamo para nuestro pueblo herido en la esperanza”. Pero en Roma insisten en que para ello es necesario “ir creando el clima de amistad social”.
A los obispos les aguarda, pues, la ardua tarea de contribuir a un clima de concordia que permita el mentado diálogo político y social. Porque, dicen en el Vaticano, no se trata de caer en paternalismos, de creer que el Papa vendría como “un súper héroe” a reconciliar a los que están peleados. “Esto no debe ser como la mediación papal entre Argentina y Chile, sino el fruto de la madurez de los dirigentes”, señalan.
Con su presencia, el Papa sellaría entonces un cambio de actitud entre los dirigentes frente a un momento muy crítico de la historia del país. Así, Francisco concretaría su gran anhelo: aportar a la unidad de los argentinos, un presupuesto básico para ir dejando atrás décadas de fracasos. Por eso es clave, como dicen los obispos en su declaración, “seguir confiando en el camino democrático con la esperanza de que estamos a tiempo; siempre es posible renacer si lo hacemos entre todos”.