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La reina Isabel, «psicóloga» de los primeros ministros británicos: los secretos de 70 años de audiencias

Cada martes durante 70 años, los primeros ministros británicos mantuvieron su sesión semanal con su psicoanalista real. La reina Isabel escuchó, desde su asunción al trono a los 25 años, a sus jefes de gobierno en el palacio de Buckingham.

Una sesión inicialmente intimidante, en esos salones fatigados del palacio, con sus alfombras rojas tan gastadas y esa mujer distante, con su lista de temas a desarrollar en un papel. Pero con la que se podía hablar de temas personales, familiares, sin que jamás trascendieran.

Nada más secreto y discreto que la audiencia semanal con la soberana. Un ritual solo interrumpido por el Covid, cuando Boris Johnson y la reina Isabel, su pariente lejana, hicieron sus audiencias por teléfono entre el palacio de Windsor y Downing St.

Las audiencias se desarrollaban en el despacho de la reina, sin testigos, sin tomadores de notas, sin temas preconcebidos.

El primer ministro la saludaba con una ligera inclinación de cabeza y comenzaba una audiencia sin tiempo pre fijado, pero que duraba generalmente una hora. Ella no juzgaba, solo iniciaba la conversación.

Estricto secreto

El secreto fue vital. Jamás se reportó qué se decía en una audiencia real. Está prohibido. El premier es el delegado del rey en el gobierno, que lo ejerce en su nombre.

“Gran Bretaña es una monarquía pero no tiene Constitución escrita. La reina era el símbolo del Estado. Ese era su único rol. Ella no tenía el derecho a la opinión”, explicó Vernon Bogfanor, en su libro «La Monarquía y la Constitución».

Ella jamás confundió sus convicciones personales con su rol. El discurso de Navidad era el único que escribía ella misma, sin aprobación ministerial.

La ideología de la monarca jamás se conoció. Pero se la creyó una centrista, preocupada por la armonía real de su reino, poco interesada en los juegos parlamentarios de Westminster.

En su vida de reina y en la familia, ella prefirió el consenso a la polarización. Jamás se supo si era pro Brexit pero con su francés perfecto, quería a Francia. Viajó muchos veces en visitas privadas a ver studs y caballos, su otra pasión.

Winston Churchill, primero y favorito

Churchill había sido el interlocutor del rey George, su padre. Almorzaban juntos tras la audiencia. Para estar solos, eligieron el buffet.

La reina Isabel mantuvo la misma relación con Churchill. Ella apreciaba su franqueza, su sabiduría política, su arrojo.

Cuando el premier fue víctima de un ataque cerebral en 1954, ella se negó a decirle que era hora de emprender la jubilación.

El 5 de abril de 1955, Churchill se retira. La soberana quiere ofrecerle un ducado. La mayoría de sus predecesores se contenta con un condado. Churchill rechaza el título. Prefiere ser Caballero para seguir en la Cámara de los Comunes. A la hora de su muerte, la reina le acuerda funerales nacionales.

Antes de él, solo Wellington y Gladstone, dos ex jefes de gobierno, habían recibido este honor. Excepcionalmente y rompiendo el protocolo, la reina va a la abadía de Westminster para despedirlo en su funeral.

El vínculo era estrecho, paternal. Cuando el rey George, padre de Isabel, muere el 6 de febrero del 1952, Churchill, destruido, le dice a Jock Colville, su secretario particular: “Yo no la conozco realmente. Es una niña”.

Ante esta bestia política de Winston, la reina podría haberse sentido intimidada. Pero no fue el caso. Le sirvió para aprender a ser reina, estudiar política, preguntar. Ella había sido educada por tutores, nunca fue a la universidad.

“¿De qué hablan?”, le preguntó su secretario con curiosidad a Churchill. “De caballos , naturalmente”, respondió el primer ministro.

Harold Wilson, otro preferido

En tres años luego de su asunción al trono, la reina comenzó a adoptar seguridad, confianza en si misma. El fiasco de la expedición británica a Suez en 1956 la enfureció. Ella se debatía entre su sostén a las tropas británicas y la hostilidad del Commonwealth y de Washington a una expedición británico francesa, avalada por el canciller Antony Eden y no consultada.

Con el premier Harold Macmillan compartían el amor por Escocia y la caza, pero la inquietaba su carácter inestable. En 1963, cuando él renuncia, ella agradece al “guía que me ha ayudado en los meandros de las cuestiones internacionales”.

Así como sus relaciones con Ted Heath (1970-1974) fueron complejas por su indiferencia al Commonwealth, ella encontró puntos comunes en su Navidad y pasión por la vela. Pero le molestaba su europeísmo fanático frente al ex imperio que ella añoraba.

Junto a Churchill, su primer ministro favorito fue el laborista Harold Wilson, dos veces jefe de gobierno, entre 1964 y 1970 y 1974 y 1976.

Nadie más diferente que una aristócrata británica pero más cercano a la reina que este laborista. El deterioro de la situación económica dominaba sus encuentros.

El desarrollo de sectores de punta, la explotación del petróleo y del gas en el Mar del Norte y la expansión al extranjero de los gigantes industriales marcaron la era laborista. Pero, al mismo tiempo, Gran Bretaña tenía una vetusta economía, con caída de productividad.

Wilson creía que la reina “hacía los deberes como una escolar consciente” y conocía su dossier mejor que él. El estaba contento de su proximidad a la reina, que le hacía personalmente un bife en un picnic o ella misma lo conducía a conocer su dominio en Balmoral. Pero tras su retiro de la vida política, raramente lo recibió.

James Callaghan, otro primer ministro laborista, explicó esta actitud: ”Ella es atenta pero jamás ha entregado su amistad”.

La difícil relación con Margaret Thatcher

Una mujer llegó a Downing St y era la hija de un verdulero: Margaret Thatcher, química y farmacéutica. Metodista pasada a la iglesia anglicana, casada con un rico entrepeneur, era la meritocracia misma. La lealtad, la fidelidad, la continuidad estaban en sus discursos.

Nunca se llevaron bien ella y la soberana. Maggie, fiel a sus modestos orígenes, se expresaba con agresividad. La reina, con la modestia. Pero eran ambas de la misma generación, habían vivido la Segunda Guerra.

Ante esta abrasiva primera ministra, la reina se inquietó por la armonía social de su reino. La reina le preguntó al canciller Lord Carrington, que la acompañó en el gobierno entre 1979 y 1982 y era la quinta esencia del establishment: ”¿Piensa usted que Mrs Thatcher va a cambiar?”. Su respuesta la dejó sin palabras: “Jamás”.La reina Isabel con Helmut Kohl, Ronald Reagan y Margaret Thatcher, en el Palacio de Buckingham, durante una cumbre de líderes en 1984. Foto: AP

Margaret Thatcher imponía en las audiencias sus prioridades, sin preocuparse por su interlocutora. El tono de la primera ministra , autoritario y convincente, le resultaba insoportable a la reina.

Thatcher comenzó a copiar el estilo de ropa de la reina y a hablar en tercera persona, como la soberana. Al punto que un día fueron vestidas iguales a un acto. La premier contactó a su dama de compañía para coordinar el guardarropa. La respuesta fue glacial: “La reina no se interesa por la ropa de los otros”.

En 1982, la reina autorizó la guerra de Malvinas contra los dictadores argentinos y aplaudió la temeridad de Thatcher. Hasta aceptó enviar a su hijo Andrés, piloto de helicóptero naval, a participar en la campaña militar.

La armonía con Maggie Thatcher se complicó en el segundo mandato. El dominical The Sunday Times reveló los miedos de la reina “a una implosión del Commonwealth”, como consecuencia del rechazo del gobierno británico de sancionar a África del Sur contra el Apartheid.

Thatcher llamó a Nelson Mandela “un terrorista”, que la reina convierte en su mejor amigo y es el único autorizado a llamarla Elizabeth. Tampoco la soberana está de acuerdo con que el gobierno haya autorizado a Estados Unidos a lanzar una operación militar contra Libia desde las bases británicas.La reina Isabel IIbritain's saluda a la ya ex primera ministra Margaret Thatcher, en un acto oficial en junio de 2007. Atrás, Tony Blair y su esposa. Foto: REUTERS

Pero lo que más molesta a la reina de Margaret Thatcher es su falta de compasión para los más vulnerables y la degradación del tejido social del reino.

La brutal guerra de mineros lleva a las esposas de mineros negros a escribir a la soberana pidiendo su intervención. En persona, el duque de Edimburgo se preocupa por el problema habitacional. El príncipe Carlos alerta que él no quiere “subir al Trono de un país dividido”, tras la explosión social antillana en Liverpool.

La reina no fue rencorosa. Le entrega a Thatcher la Orden de la Jarretera tras su partida del gobierno y asiste a la comida por sus 80 años en el Hotel Savoy Savoy.

Tony Blair

Cuando John Major sucede a Maggie Thatcher, la reina establece una muy buena relación. Tiene la cortesía de interesarse por el cricket, una pasión de Major.

Europa, la crisis monetaria, eran sus problemas. Luego confía el tutoriado de sus nietos Harry y William, le pide que negocie su privacidad con la prensa tras la muerte de su madre, Diana.

Pero secretamente la reina se alegra de la alternancia entre conservadores y laboristas, cuando en 1997 ganan los Labour y Tony Blair se convierte en primer ministro.

Ella comparte la idea de que Gran Bretaña esté “en el corazón de Europa”, el mantenimiento de la relación con Estados Unidos, el aumento de la ayuda a Africa.

Pero le inquieta el conservadurismo de Blair ante las clases populares para no enfurecer a la clase media. Sus inquietudes son justificadas. Las medidas del primer ministro preocupan a la reina: desde la prohibición de la caza a la supresión de prestigiosos regimientos y su intervención en Irak.

“Demasiado educado para ser honesto”, sintetizó la reina cuando lo convocó para formar gobierno. Ella se dio cuenta de que, con la abolición de los bancas hereditarias en la Cámara de los Lores, Blair cortaba el cordón umbilical entre la monarquía, la aristocracia y el partido conservador.

A la reina le molestaba Cherie Blair, una clara anti monárquica. Abogada, feminista frente a la reina que las detestaba, adoraba el dinero. En Balmoral fue concebido Leo, su último hijo, porque ella olvidó su sistema de anti concepción. Los Blair consideraban a Balmoral “una heladera”, un ritual insoportable al que debían concurrir tres días en el verano.El entonces premier laborista Tony Blair con la reina Isabel II en el Palacio de Buckingham, en mayo de 2005. Foto: AP

Pero fue Tony Blair quien llegó a rescatar la corona a la deriva tras la muerte de la princesa Diana, tres meses después de su triunfo en las urnas, cuando ellos no querían bajar de Balmoral. Los convenció de llegar a Londres porque estaba la monarquía en peligro y bautizó a Diana “la princesa de la gente”.

Boris Johnson, la última audiencia

Boris Johnson, su pariente lejano, fue el último premier en mantener su audiencia con la reina. Johnson, quien vio a la reina el martes, dos días antes de su muerte, en su palacio escocés de Balmoral para renunciar formalmente como primer ministro, la llamó «la más grande estadista y diplomática de todas».

«Ella sabía instintivamente cómo animar a la nación, cómo dirigir una celebración. Recuerdo su alegría inocente, hace más de 10 años, después de la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de Londres , cuando le dije que un líder de un país amigo de Oriente Medio parecía realmente creer que había saltado de un helicóptero, con un vestido rosa y se había lanzado en paracaídas al estadio», dijo.

«Fue esa indomabilidad, ese humor, esa ética de trabajo, ese sentido de la historia, lo que en conjunto la convirtió en Isabel la Grande. Y cuando la llamo así, Isabel la Grande, debo agregar una última cualidad: su humildad. Su calefacción eléctrica de una sola barra, su negativa a no usar Tupperware para ser grandiosa y, a diferencia de nosotros, los políticos, con nuestros escoltas y nuestros convoyes blindados”, contó.

Boris, un muy buen periodista, recordó sus visitas de vacaciones en Balmoral, como invitado de la reina: «Puedo decirles, como testigo directo , que ella conducía su propio automóvil, sin detectives ni guardaespaldas, rebotando a una velocidad alarmante sobre el paisaje escocés, ante el asombro total de los excursionistas y turistas con los que nos encontrábamos».

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