El equipo económico dio un respiro cuando el INDEC anunció la cifra del alza del IPC en octubre: 6,3%. No sorprendió la cifra a pesar de que si se repitiera durante doce meses sería convalidar una inflación del 108% pero la inercia con la que amenazaba continuar hacía presagiar otro camino. Tomando los últimos doce meses, el IPC subió 88%, un ascenso que no cede desde el primer trimestre del año y un 76,6% en los primeros diez meses del año.
El futuro. Las proyecciones para todo el 2022 indican que la única forma en que no quede registrado como un año de inflación de tres dígitos es que en noviembre y diciembre repita esta cifra (6,3%). Cualquier alteración en los componentes con mayor ponderación en la canasta familiar, haría volar por los aires este deseo. Pero no es una preocupación más, es la pieza clave para que no se desmorone el mecanismo de equilibrios inestables con que la gestión de Sergio Massa va surfeando la ola devaluatoria, producto de los excesos monetarios durante dos años de pandemia.
Sin embargo, lo preocupante para una mirada más alejada de la coyuntura, es la distorsión de precios relativos al tener una inflación a varias velocidades. Es decir, hay productos que tuvieron un retraso con respecto al promedio y otros que se adelantaron. En este último caso, se habla de “colchones de precios” o remarcaciones preventivas, una acusación que cada tanto reflota el secretario de Comercio de turno cuando intenta explicar la raíz del desborde de precios. Es la teoría conspirativa que pasa de largo la causalidad monetaria y fiscal, para apuntar al comportamiento cartelizado de muchas empresas, que buscan adelantarse a eventuales controles y restricciones de todo tipo.
La historia respalda muchos de esos fantasmas para contextualizar estas sospechas. Pero la mayor amenaza sigue el de la presión de los retrasos acumulados: los rubros que, por trabas, políticas de precios máximos, autorizaciones que se dilatan o estar atadas al ancla de un tipo de cambio artificial, quedaron relegadas. Mientras la inflación era de 40-50%, la intensidad del desacople era otro, pero con un 100% anual y muchas dudas del comportamiento de las variables en un futuro cercano, la ansiedad por corregir es mucho mayor.
Sin remedio. Un reciente estudio de IDESA reveló que la medicina privada tiene un 15% de retraso en sus precios de referencia, lo que dificulta la retribución de sus costos y, sobre todo, amenaza con erosionar un servicio esencial y que en todo el mundo afronta el dilema de costos crecientes. Entre el 2020 y 2021, años de la pandemia, los precios de la medicina privada subieron 62% contra la inflación del 105%. Pero este año, los precios de la medicina privada se terminarán ajustando 114% cuando la inflación será del 100%. Una carrera con velocidades diferentes que, depende de cuándo se saca la foto, resulta más o menos rápido.
El economista Jorge Colina, que dirige esta institución cordobesa, explica que el retraso se debe a la especial sensibilidad que despierta el sector que pega de lleno en los costos de la clase media que, además, tiene una regulación especial en una intrincada madeja que interconecta el sector público, las prestaciones privadas a través de obras sociales sindicales y las prepagas. A su juicio, este sector entra en la lógica de pretender ponerle un techo a la inflación a través de los acuerdos de precios, como el vigente de “Precios Justos” desconociendo la causal monetaria, a su vez alimentada por el agujero negro fiscal.
El sector salud se conforma de 1.500 hospitales públicos, 4.000 clínicas y sanatorios privados y 20.000 centros de análisis clínicos e imágenes; mientras que los profesionales médicos llegan a 200.000 y los enfermeros a una cifra similar y que constituyen el 75% de sus costos.
“Hay un error conceptual y es creer que los acuerdos de precios en algunos productos frenan la inflación. Porque la inflación es el aumento sostenido de todos los precios y con el acuerdo en algunos, lo único que se logra es que haya transitoriamente algunos productos un poco más baratos”, detalla. En su análisis, el inconveniente es que hasta estos precios finalmente siguen subiendo. “Desde el 2013 están los precios cuidados y tuvimos siempre alta inflación. El riesgo de insistir con estas fórmulas es claro: que la inflación se agrave en lugar de disminuir”, concluye.
Los costos. En reciente estudio que realizó el departamento de Economía de la UADE, los costos muestran una gran diferencia en su comportamiento y ya van incorporando en su formación los resultados de medidas restrictivas, como el cepo, la suba de la tasa de interés y la brecha cambiaria. Fausto Spotorno, economista jefe de Orlando J. Ferreres & Asociados y director de dicho Departamento, observa que, en términos generales, el IPC venía creciendo por encima del costo de la producción de que medía la UADE, pero desde el pasado agosto, el aumento anual de los costos había sido de casi 70,5% y la inflación minorista, 78,5%. “Estos números son promedios generales y muchas de las variables que estaban un poco por debajo de la inflación empiezan a dejar de estarlo”, explica. Así, se puede observar que mientras algunos insumos básicos para la producción, como es el caso del fueloil, subieron 94% o los costos logísticos, un 85%, todo en los últimos doce meses, otros más atados al dólar “oficial”, muestran un retraso considerable ya que creció 39% en ese mismo período.
En el marco de la política de los “Precios Justos”, Spotorno sí le asigna alguna chance a la anunciada convergencia al 4% de los productos de la canasta acordada, pero considera que bajar el IPC general dos puntos en tres meses resultará algo “improbable”.
Siempre el dólar. Finalmente, la ecuación cambiaria terminará definiendo la suerte de esta etapa. Como reconoció el propio viceministro de Economía Gabriel Rubinstein, el desajuste externo que obliga a convivir con una brecha cambiaria, restricciones al comercio exterior y en particular un cepo asfixiante para los importadores, tienen una verdadera amenaza: una nueva edición del Rodrigazo. Hacía referencia al sinceramiento de las variables económicas que en 1975 puso fin al experimento de Gelbard de la «Inflación 0” que, casualmente, acudía a precios máximos y múltiples tipos de cambio para combatir un alza de precios incontenible. También en aquel momento había guerra (en 1973, la del Yon Kipur en Oriente Medio) que desató la suba del petróleo y el encarecimiento de los costos internos. Pero la carrera por paritarias que intentaban adelantarse a la inflación, la huida del peso y el riesgo de caer en una hiperinflación marcó a fuego la historia económica argentina. Fue a partir de ese momento que el dólar se convirtió en el gran termómetro de la salud financiera y se terminó el peso como unidad de medida.
Las gestiones para ir rascando la olla de las reservas intentando sumar ingresos de fondos extras (el BID, el renovado swap con China, por citar algunos ejemplos) o postergando algunos pagos (como el Club de Paris o el mismo Fondo Monetario Internacional) son medidas que ayudan a ganar tiempo antes que la cosecha gruesa de la próxima campaña comience a liquidarse, en el segundo trimestre del año que viene. La expectativa por un “dólar Soja II” aumentan a medida que continúa del drenaje de divisas de parte del Banco Central: unos US$ 1.500 millones por mes y el clima va adelantando o postergando las decisiones. Quizás habría que cambiar los términos del tradicional dicho sobre el clima y la economía argentina: quizás una buena cosecha no alcance por sí sola para salvarnos, pero una mala nos podría hundir.