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Lo condenaron a 50 años de cárcel por un delito que no cometió

El miércoles 9 de mayo de 2018, Sebastián Ariel Rodríguez se despertó y le dijo a Cinthia, su pareja de ese momento, que iba a ir a pedir algo de pan y leche para desayunar. Con un hijo pequeño de ella, los tres vivían en situación de calle: dormían en un auto abandonado al costado de la autopista Dellepiane, junto al Barrio Cildañez, en Lugano.

Caminó hacía el almacén de Mabel, que siempre tenía algo para darle. Llevaba puesta una remera marrón, un chaleco gris, una gorra roja y negra y una mochila en la espalda. Antes de llegar, dos autos frenaron cerca suyo y cuatro hombres se bajaron. Sebastián todavía no lo sabía, pero eran policías de civil.

Le preguntaron su nombre. Respondió y de una patada en el pecho quedó tendido en el asiento de atrás de uno de los autos. Cuando le apoyaron una Ithaca contra el cuello, el frío de la escopeta le recorrió el cuerpo entero. “Lo tenemos, lo tenemos”, escuchó que decían por la radio.

Esa mañana empezó para Sebastián una pesadilla que duraría cuatro años y medio. Los hombres que lo habían detenido eran de la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DDI) de La Matanza y buscaban a otro Sebastián Rodríguez, uno con el que solo tenía en común el nombre.

Ese otro era uruguayo y sospechoso de integrar la banda que días antes, el 30 de abril por la madrugada, había copado a los tiros la comisaría 1era de San Justo para liberar a uno de los suyos, que estaba detenido en el lugar. Iban vestidos de policías y los disparos del Sebastián uruguayo hirieron a una sargento, provocándole una paraplejia.

El video de las cámaras de seguridad que registraron el ataque se difundió por los medios de comunicación y los más altos funcionarios del Gobierno nacional se comprometieron a encontrar a los culpables. Tres años después, el 12 de abril de 2021, el Tribunal Oral en lo Criminal N° 4 de La Matanza condenó al Sebastián Rodríguez de esta historia a 50 años de cárcel. Medio siglo por un crimen que no había cometido.

“Me acusaron de ser el cabecilla de la banda, cuando las pruebas que presentó el abogado en el juicio mostraron que era más que obvio que no era yo. Pero el caso fue mediático y alguien la tenía que pagar”, dice Sebastián. “En ese momento, yo llevaba un año entero muerto en vida por mi adicción al paco. Era una lacra para la sociedad. Deben haber pensado: ‘¿Quién va a reclamar al ciruja este? Tiene antecedentes, el mismo nombre y el mismo apellido. Creían que estaba solo, pero yo tenía a mi familia”.

El pasado 25 de agosto y luego de cuatro años y medio tras las rejas, la Sala 1 de Casación de la Provincia de Buenos Aires lo absolvió. Hoy lo que más necesita es encontrar un trabajo.

“Necesito un trabajo para levantar cabeza”

Hoy Sebastián tiene 44 años y conversa sentado en el comedor de la casa de sus padres, Cacho y Elisa, en Laferrere, donde vive. El pasado 25 de agosto la Sala 1 de Casación de la Provincia de Buenos Aires lo absolvió. Entonces, su cara volvió a estar en todos los canales. Ya no era “el último detenido por la toma de la comisaría”, que había recibido “una condena ejemplar”, sino el preso inocente que recuperaba su libertad.

Pero llegar a ese punto no fue fácil. Lo logró gracias al trabajo de su abogado, Fernando Sicilia, quien presentó su caso a Innocence Project Argentina (Proyecto Inocencia) y el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS). Después de estudiarlo, ambas organizaciones se sumaron como amicus curiae, una figura que se traduce como “amigo del tribunal” y permite acercar nuevos argumentos en la revisión de una condena. Así se logró la absolución.

Estas próximas Fiestas van a ser especiales para él: otra vez en libertad, otra vez en familia. Lo que necesita ahora, asegura, es una oportunidad. Un trabajo que le permita levantar cabeza. Sabe que, con sus antecedentes, no va ser fácil, y eso le preocupa. Durante este tiempo, vendió ropa deportiva en la calle y empaquetó globos: “Lo único que no puedo es hacer fuerza, porque tengo una colostomía, pero después me doy mañana para todo”.

Volver a la calle después de la cárcel nunca es fácil. Pero cuando uno estuvo detenido por un delito que no cometió, peor. Desde Innocence Project, aseguran: “No existen estrategias estatales para reparar de manera eficaz y oportuna a las personas erróneamente condenadas. No existen tampoco políticas de acompañamiento en el proceso de reconstrucción de su proyecto de vida, tras sufrir las consecuencias de una condena errada”.

Un “perejil” tras las rejas

El caso de Sebastián está lejos de ser una excepción. Como reporteó LA NACION, aunque no hay cifras oficiales de cuántas personas estuvieron detenidas por delitos que no cometieron −ya sea por causas armadas o condenas erradas−, los organismos estatales y las organizaciones sociales que trabajan para liberarlas reciben decenas de casos por año. Algunos llegan a los medios, como el de Cristina Vázquez o el de Jorge González Nieva, otros quedan en las sombras.

“Hay una ficción de que solo se condena a culpables. Pero todos los sistemas son falibles y estamos sorprendidos de la cantidad de casos que conocemos de inocentes encarcelados”, subraya Manuel Garrido, presidente de Innocence Project Argentina, una organización sin fines de lucro que trabaja para revertir condenas erradas.

Según Garrido, hay una serie de malas prácticas enquistadas en el funcionamiento de la policía y el Poder Judicial: patrones sistémicos que son el caldo de cultivo para que un “perejil” termine tras las rejas. Muchos de los que caen en esas circunstancias tienen un perfil similar al de Sebastián: pibes (porque en general son jóvenes) vulnerables que viven en villas y asentamientos, generalmente con antecedentes penales.

Durante un año y medio, Sebastián vivió en situación de calle.
Durante un año y medio, Sebastián vivió en situación de calle.

Frente a casos tan graves donde hay un clamor porque se resuelvan de manera rápida y eficaz, muchas veces se cometen errores y tanto el Poder Judicial como la policía se manejan con determinados sesgos, como pasó con Sebastián, que vivía en situación de calle y tenía antecedentes. Así se termina condenado a chivos expiatorios”, advierte Garrido. “También puede pasar que haya una desviación en la investigación, lo que llamamos una causa armada: eso es aún peor porque no es un error, sino un fraude”.

Después de detenerlo, a Sebastián lo llevaron a la Comisaría 1 de San Justo. “Me pegaron de todos lados porque supuestamente era un mata policía y el último detenido”, cuenta. Los otros eran miembros de la banda a la que Sebastián se lo acusaba de pertenecer. “¿Sabés cuando los conocí? Después de tres años y medio, cuando me sacaron del penal para ir al juicio y nos subieron a todos juntos en un mismo camioncito. No los había visto nunca antes en mi vida”, asegura.

Durante el juicio, los miembros de la banda dijeron que él no era el “Seba” que conocían. Que no tenía nada que ver. Pero a ellos tampoco los escucharon.

“Cuando no estaba en el hospital, hacía reposo”

¿Cómo termina una persona tras las rejas por un crimen que no cometió? La historia de Sebastián empieza en el Barrio Cildañez, donde pasó su niñez y adolescencia. Hijo de papá albañil y zapatero, y madre ama de casa, era el cuarto de seis hermanos.

Dice que no tuvo infancia. O, al menos, que no hay mucho para contar. “Nací con un problema de intestino y por eso tengo una colostomía. Las veces que no estaba en el hospital, estaba en casa haciendo reposo. Desde chico, pasé por 30 operaciones”, explica. En el Hospital Elizalde llegó a estar ocho meses internado.

Sebastián vive en una habitación detrás de la casa de sus padres, Cacho y Elisa.
Sebastián vive en una habitación detrás de la casa de sus padres, Cacho y Elisa

Salir a la calle con su colostomía a cuestas le daba vergüenza. A los 13 o 14 años empezó a usar una faja y, muy de vez en cuando, cuando sus padres no lo veían, se escapaba a jugar a la pelota . Chacho y Elisa lo mandaban a buscar en seguida. “No puedo correr. Sin embargo, cuando ves el video de la toma de la comisaría, el uruguayo sale corriendo como si nada, además de que es mucho más alto que yo, que no mido ni 1,60″, dice Sebastián volviendo al caso por el que lo condenaron injustamente.

La adolescencia en la villa fue más dura que la niñez. Era vivir soñando con todo eso que no podía tener. A los 15 conoció la cocaína y la marihuana; y, de la mano de la droga y la noche, el delito. “Me empecé a descontrolar”, asegura. A veces fantaseaba con el que podría haber sido si la salud hubiese acompañado: “Me gustaba mucho jugar a la pelota, me fui a probar a un par de clubes y no me aceptaban por la colonoscopia. Eso me atormentaba”.

Fue detenido por primera vez a los 20 años. Después, tuvo dos condenas más: en total, sumó 14 años y medio, siempre por robos. “Siempre me hice cargo de lo que había hecho y cumplí mis condenas. No le debo nada a nadie por los delitos que cometí”, asegura.

Cuando salió en 2016, tras su tercera detención, quería rescatarse y las cosas parecían marchar, hasta que conoció la pasta base. “Fue fulminante. Esa droga me arruinó económicamente y moralmente: era un muerto vivo. En ese momento lastimaba a mi familia. Ya no me dejaban ni entrar a mi casa porque lo primero que veía lo sacaba para vender”, recuerda. Vivió más de un año en la calle hasta esa mañana en que salió a buscar pan y terminó con la Ithaca en el cuello.

"Era otra persona", dice hoy Sebastián mirando la foto del día en que lo detuvieron. En ese entonces, estaba atravesado por su adicción a las drogas.
«Era otra persona», dice hoy Sebastián mirando la foto del día en que lo detuvieron. En ese entonces, estaba atravesado por su adicción a las drogas.

La otra cara de la injusticia del inocente preso es la impunidad del culpable libre. “El día que me detuvieron, dejaron de buscar al otro Sebastián”, asegura el protagonista de esta nota. Cuando escuchó que le daban 50 años de cárcel, no pudo decir ni a. Era la cuarta condena de su vida. “A los ojos de la sociedad era el peor criminal, pero yo sabía que en algún momento iba a recuperar mi libertad”, sostiene.

Sebastián pasó por la Alcaldía Número 3 de La Plata y por las Unidades 23 y 24 de Florencio Varela. Ahí estuvo en un pabellón evangélico y empezó a recuperarse de su adicción. Mientras tanto, su abogado había apelado la sentencia acompañado por el CELS e Innocence Project Argentina. En los escritos, marcaron los déficits de la prueba y presentaron nuevos elementos a la investigación. Hasta la exmujer del uruguayo se había comunicado con el Sebastián de esta historia para colaborar.

“Hermano, te volvés a casa”

Las paredes del comedor de Elisa y Chacho Rodríguez están cubiertas de fotos. Entre ellas, un retrato de Diego, el mayor de los hermanos de Sebastián, que murió de Covid a los 48 años. “Fue el que me siguió siempre”, explica Sebastián. También quien le consiguió a su abogado, Fernando Sicilia. Sebastián lo llamaba a diario desde la cárcel y le preguntaba: “¿Alguna novedad Fer? Cuando Sicilia le avisó que Casación iba a revisar su caso, pensó: “Tengo una nueva oportunidad para demostrar mi inocencia”.

Fue Lucas, el hermano menor de Sebastián, el que lo llamó a la cárcel para contarle que le habían dado la absolución. "Nunca perdí las esperanzas", asegura.
Fue Lucas, el hermano menor de Sebastián, el que lo llamó a la cárcel para contarle que le habían dado la absolución. «Nunca perdí las esperanzas», asegura

El jueves 25 de agosto de este año, después de las 13 del mediodía, recibió una llamada en la cárcel. Era Lucas, su hermano más chico. No hablaban casi nunca y, como ni bien lo atendió lo escuchó llorar, Sebastián pensó que le había pasado algo a sus padres.

−¿Qué pasó, Lucas? −le preguntó.

Del otro lado, llegaron sollozos.

−¡Decime! −insistió.

−Nada… Que te dieron la libertad: te volvés a casa. −respondió Lucas.

El teléfono se cayó al piso. Sebastián muestra la piel de pollo en sus brazos mientras lo recuerda.

Al día siguiente, lo primero que hizo fue ir al cementerio de la Chacarita a visitar la tumba de Diego. En la casa de Laferrere, Cacho y Elisa lo recibieron con una bandera de Boca con la cara del hijo mayor fallecido, que ponen cada vez que hay un partido. Comieron fideos con tuco. “Me temblaban las piernas. No podía hablar. Por la forma en que lo habían condenado, no tenía esperanzas”, dice su papá. Lo cuenta quebrado. Grandote, se deja caer sobre una silla como un toro abatido, mientras se seca las lágrimas con las palmas abiertas.

Después de ese almuerzo, Sebastián se fue a ver a Ivana, su hija de 21 años, y a Atilas, su pequeño nieto, a Lugano.

Aunque esos cuatro años preso no se los devuelve nadie, Sebastián elige mirar para adelante. Se ilusiona con que, esta vez, también alguien lo escuche y pueda encontrar el trabajo que le permita empezar de nuevo.

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