Los volcanes rememoran episodios terribles a la mayor parte de la Humanidad, pero no es lo que ocurre en México, donde la gente incluso aprovecha varios cráteres, como el del volcán Xico -40 kilómetros al sudeste de la ciudad capital- como un sitio privilegiado para sembrar y producir alimentos. Así, la vista aérea de este gigante manchón verde a rayas contrasta con el gris de una de las ciudades más pobladas del planeta.
En el resto del mundo, el temor a los volcanes es ancestral. Desde el Vesubio que en el año 79 en no más de 20 minutos arrasó con Pompeya, una ciudad de 20.000 habitantes, hasta el Krakatoa, en lo que hoy es Indonesia, que en 1883 produjo el sonido más fuerte jamás registrado en la historia. Su onda de choque fue tan potente que dio siete vueltas al mundo.
Pero en el caso de México, uno de los diez países con mayor cantidad de volcanes con erupciones en los últimos 12.000 años -y varios de ellos aún activos-, la población local tuvo históricamente una relación de agradecimiento, simpatía o hasta desconocimiento de sus montañas de fuego debido a que no hay registro de grandes daños materiales. Incluso la lava del volcán más joven del continente, el Paricutín, que nació en 1943, y se “comió” varios poblados que sumaban unos 5000 habitantes, lo hizo a un ritmo tan lento que dio tiempo de evacuar y poner a salvo, si no las construcciones, la mayoría de los bienes.
“Podría asegurar que muy pocos habitantes de la Ciudad de México y sus afueras saben que aquí estamos rodeados por más de 70 volcanes. Muchos creen que viven en la falda de un cerro, y en realidad se trata de un volcán. Por eso, con el Xico quise retratar en imágenes este contraste entre la naturaleza y la urbe que avanza sobre ella”, contó a LA NACION el fotógrafo Santiago Arau, que está armando un libro con una serie fotográfica sobre los volcanes mexicanos, como las que ilustran este artículo.
“La fotografía del Xico la tomé durante la puesta de sol con un dron desde unos 3000 metros de altura. La luz del atardecer pintaba el cráter y hacía que las sombras se alargaran. Busqué mostrar que en medio de la ciudad la Madre Tierra halla un hueco para emerger, generando vida, agricultura y alimentos”, comentó Arau.
A nivel del suelo, por esas horas, la labor diaria de Onésimo Ventura, ya había llegado a su fin. “Soy la tercera generación familiar que trabaja en el cráter”, comentó Ventura. “Cuando tenía 12 años mi abuelo, que había venido de Guanajuato, me hizo herramientas acorde con mi edad y me llevaba todos los días a labrar dentro del cráter, que es un terreno muy fértil. Luego seguí con mi padre y ahora trabajo solo en mi parcela de media hectárea cultivando maíz, frijol, haba y calabaza”, explicó el campesino quien recordó que su madre “literalmente” lo dio a luz en un surco de ese campo del cráter.
Cuando habla de su relación con la tierra repite entonces en varias oportunidades la palabra “madre”. “Este sembradío es para mi como una madre, que realmente me parió, a la que cuido con mi trabajo y que me devuelve el afecto dándome de comer”, señaló.
Ventura vive en una casa sencilla en las laderas externas del cráter, donde tiene también ganado. Su jornada comienza muy temprano, a las 4.30 de la mañana. “Arranco a la madrugada con un ‘alcoholito’ y empiezo a caminar hacia el campo para hacer la mayor parte del trabajo mientras está oscuro, o el sol no está tan fuerte. Después de unas horas de labor, nos reunimos varios vecinos para almorzar y compartir nuestro ‘itacate’ [vianda]. A veces hacemos asado de elotes [choclos]. Cada quien aporta algo. Trabajamos otro poco y ya emprendemos el regreso”, explicó.
Para que las parcelas en el cráter den sus frutos, los vecinos que trabajan allí dependen de las lluvias ya que obviamente no hay aguas subterráneas en la zona. Pero en toda la región se sienten también los efectos del cambio climático. “Cuando yo era chico, las lluvias empezaban a llegar en marzo, ahora se han corrido hasta julio, y eso retrasa todo nuestro trabajo de siembra”, se quejó.
“En México hay decenas de cráteres de volcanes, además del Xico, que son dedicados a la agricultura y proveen alimentos”, explicó el vulcanólogo Felipe García Tenorio, cuya tesis de maestría se basó precisamente en el Xico.
“La mayoría de esos cráteres fértiles están en el Cinturón Volcánico Transmexicano que atraviesa el país de este a oeste, del estado de Nayarit a Veracruz. Pero también hay otros en el sureste de México, en Veracruz, en la región de Los Tuxtlas”, agregó el experto.
“Los suelos de esos cráteres son ricos en elementos como fósforo, potasio, sodio y calcio, que ayudan a disminuir la acidez del terreno y retienen la humedad”, explicó García Tenorio.
Aunque hubo volcanes como el Xitle, en la sierra de Ajusco, que hizo erupción y provocó graves daños hace 1600 años, las poblaciones prehispánicas veían a sus montañas humeantes como poderosos dioses benignos que fertilizaban los campos. Incluso los aztecas les atribuían leyendas románticas y decían que debajo del volcán más famoso, el Popocatépetl, cercano a la Ciudad de México -que periódicamente sigue arrojando fumarolas y cenizas-, había un glorioso guerrero con una antorcha, que lanzaba llamas de dolor por su amada enterrada bajo otro volcán vecino, el Iztaccíhuatl.
“En el caso del Xico, tuvo su erupción hace más de 100.000 años y dejó un cráter de 1,5 km de diámetro y un anillo de toba circundante de 100 metros de alto. Su nombre en náhuatl significa ‘ombligo del mundo’”, explicó el director de Educación del correspondiente municipio Valle de Chalco, Angel Lazcano Belmont.
“En toda la zona hubo presencia humana desde hace miles de años, según vemos por los hallazgos arqueológicos. En la época prehispánica la región estaba constituida básicamente por lagos de los que asomaban los volcanes como islas. En los alrededores del Xico llegaron a vivir unas 50.000 personas que se dedicaban a cultivar en el interior del cráter y en sus laderas”, recordó Lazcano Belmont.
Con la Revolución Mexicana de 1910, el Estado pasó a ser el propietario de toda la tierra, la dividió en “ejidos” y fue entregada a “ejidatarios”. Hoy día hay unos 80 ejidatarios en el cráter de Xico, que solo tienen permitido usar el lugar para siembra y cosecha.
El fotógrafo Santiago Arau recuerda que los volcanes ejercieron sobre él una atracción especial desde su infancia. “Cuando era chico miraba esas montañas nevadas y humeantes sin saber muy bien qué eran. Pero me fascinaban lo mismo que la idea de los dinosaurios: eran una especie de conexión con lo más primitivo, en el caso de los volcanes con un lugar profundo de la Tierra que sigue lanzando humo, lava y fuego. Pero que a su vez, es sinónimo de fuerza, movimiento y vida”, concluyó Arau.