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“Somos lo que comemos”

¿Cómo no sucumbir a la tentación de una pizza rellena de mozzarella fundida, a un helado bañado en chocolate?

Toda vez que sea posible, tendemos a buscar placer. Esa es nuestra guía. Es una señal que nos hace desear aquello que, por experiencias previas, sabemos que nos hará disfrutar.

¿Me detengo en la estación de servicio a comer un sándwich, o llego a tiempo a la reunión? ¿Sigo comiendo, o atiendo el teléfono? ¿Me quedo sentada, o le alcanzo el teléfono inalámbrico a mi hija que está en la cocina? ¿Continúo dando clase, o voy a buscar un vaso de agua? ¿Me levanto al escuchar el despertador, o me quedo en la cama y duermo un poco más?

El punto siempre es: ¿qué hago? ¿Sucumbo al placer inmediato, o hago lo que debo hacer?

Todos estamos sometidos, constantemente, a demandas contradictorias, a veces igualmente placenteras. En el preciso momento en el que me encuentro escribiendo estas líneas siento un enorme deseo de tomar un café expreso. Sin embargo, mi sistema de recompensas parece susurrarme al oído: “Estás obteniendo placer al escribir, entonces seguí haciéndolo. Ya habrá tiempo de tomarte un descanso y ese rico café”.

¡No se alarmen! Gracias a Dios o a Darwin estamos equipados con un sistema más o menos flexible que nos permite establecer prioridades y tomar decisiones a cada instante, cada vez que enfrentamos actividades simultáneas y contradictorias. Es el sistema de recompensas, que nos va guiando como los guijarros a Pulgarcito en el relato de Charles Perrault.

Apenas superados los niveles básicos de supervivencia, nos gobiernan los deseos. Los humanos no queremos chocolate, ni vino, ni sexo, ni cigarrillo. ¡No! Solo queremos placer. El costado racional del cerebro nos permitirá superar este primitivo impulso llamado placer y postergar el deseo primario para más tarde, con el propósito de hacer lo que debemos hacer para ser felices o eficaces o correctos o justos, con nosotros mismos y con los demás. ¿Madurar no es acaso controlar los propios deseos para vivir mejor?

El sistema de recompensas

El sistema de recompensas ha evolucionado para permitirnos repetir aquellos comportamientos que aumentan los niveles de dopamina. Esta sustancia es la mensajera del placer. Se necesita dopamina para iniciar acciones de dirección flexible. Sin dopamina no seríamos capaces de abandonar una actividad irrelevante para comenzar otra importante, o viceversa.

La naturaleza nos ha equipado con un sistema, ubicado en una región del cerebro llamada núcleo accumbens, que está al servicio de hacernos desear lo que permite sobrevivir a la especie. Por eso no es casual que la comida y el sexo —conductas primarias de supervivencia— aumenten la dopamina. Pero no son las únicas actividades que logran elevarla. Los hombres han inventado nuevas recompensas no naturales que utilizan el sistema de recompensa y placer para dispararla espiral del deseo: el dinero, el juego, el trabajo, los videojuegos, las drogas, el cigarrillo, el alcohol y las compras son ejemplos de comportamientos que pueden incrementar los niveles de dopamina. Y como toda actividad con capacidad de incrementar este neurotransmisor, son potencialmente adictivas.

Lewis Carroll planteó en su inolvidable Alicia en el país de las maravillas el núcleo de la cuestión: “Así, pues, estaba pensando si el placer de tejer una guirnalda de margaritas la compensaría del trabajo de levantarse y recoger las margaritas”.

Esa es la alternativa clave: por un lado nos impulsan la preferencia o el placer. Por otro —y créanme que es el factor que finalmente decide—, la evaluación del trabajo que estamos dispuestos a invertir para obtener el objeto del placer. Imaginen que desean comprar una nueva heladera. La de casa funciona bien, pero han visto un modelo con todas las prestaciones necesarias y más, y para colmo está en oferta. Pero el local donde venden electrodomésticos queda a unos veinte minutos de casa, viajando en auto. Está lloviendo y el auto sigue en el taller. No quieren mojarse caminando hasta la parada del colectivo, y lo más probable es que con semejante lluvia no consigan taxi. Al fin deciden dejar la compra de la heladera para otro día. No están dispuestos a trabajar tanto, a esforzarse caminando bajo la lluvia para aprovechar la extraordinaria oferta de la heladera de sus sueños. En este caso está operando un efecto especial —y no precisamente cinematográfico— según el cual la preferencia disminuye a medida que aumenta el esfuerzo necesario para obtenerla.

Además de lo que deseamos y del trabajo que estamos dispuestos a realizar para obtener placer, incide un tercer componente: el aprendizaje. Si no aprendiéramos y memorizáramos lo que nos otorgó placer, no volveríamos a desearlo. La experiencia deja siempre una huella. ¡Luego se irá por más!

En un pasaje de "Somos lo que comemos" Mónica Katz escribe:  "Los humanos no queremos chocolate, ni vino, ni sexo, ni cigarrillo. ¡No! Solo queremos placer"
En un pasaje de «Somos lo que comemos» Mónica Katz escribe: «Los humanos no queremos chocolate, ni vino, ni sexo, ni cigarrillo. ¡No! Solo queremos placer»

Aprender por placer

¿Qué les dan los entrenadores a los delfines cada vez que cumplen satisfactoriamente una pirueta? ¡Comida! Bueno, resulta que las personas, como los delfines, también respondemos a recompensas.

Al delfín, que necesita comer cerca del diez por ciento de su peso corporal cada día, seguramente no le da lo mismo un calamar pequeño que una caballa de tres kilos. Uno y otro alimento implican marcadas diferencias en los niveles de recompensa. Al igual que los animales, los humanos experimentamos diferentes niveles de placer. ¿Nos sentimos igual cuando bebemos un vaso de agua que cuando comemos un cuarto kilo de helado?

Los científicos descubrieron que bloquear la dopamina reduce en animales el deseo de búsqueda de placer. Los animales sin dopamina no desean alimentos y no comen, salvo que sean forzados a hacerlo. Conservan la habilidad para buscar comida, masticarla y tragarla, pero no la desean.

Cada persona registra un nivel basal de dopamina que indica el promedio o rango de placer y recompensa que experimenta habitualmente; una especie de zona de confort en la que se siente a gusto. Ese nivel de dopamina está determinado, en parte, genéticamente, aunque luego es modelado por las experiencias, los afectos, los “premios” recibidos, las caricias…Así, cada individuo recorre su vida con un particular nivel basal de dopamina. Por eso algunas personas necesitan frecuentes recompensas, premios, halagos para que la vida les alcance. Otras se conforman con niveles de placer medio, mientras los adictos requieren altísimos niveles de dopamina y placer para experimentar satisfacción.

Las señales de recompensa a nuestro alrededor producen picos de esta hormona. La respuesta dependerá del estímulo, y se actúa por comparación: cuando el estímulo aparece, la acción posterior dependerá de la diferencia entre el nivel de base de dopamina y el que dispara el estímulo placentero. Entonces, si el nivel de dopamina anterior a una conducta es menor al pico generado, esta será aprendida. Así es como aprendemos. Luego buscaremos repetir esa conducta.

Nunca será comparable el pico de dopamina producido por una dosis de cocaína que el que generan un alimento o una buena canción. Por otra parte, los adictos necesitan dosis cada vez más altas para lograr un efecto equivalente a los anteriores. También los obesos ingieren cada vez más comida para sentirse saciados (en el capítulo siguiente analizaremos si la obesidades una adicción).

La disminución de dopamina arruina la motivación. En la anorexia nerviosa, los niveles de esa hormona son muy bajos. La característica constitutiva de los anoréxicos es la anhedonia, el deseo de nada; tampoco de comida. Ese cuadro los coloca ante una trampa, pues comer poco, a su vez, reduce la presencia de dopamina. No comen pues sus niveles de dopamina son bajos, y por ese mismo motivo no comen.

La hormona suele disminuir también cuando las expectativas de recompensa son bajas —si siempre comemos milanesas, ya no nos resultarán tan ricas como antes de que pasaran a ser un menú habitual—; cuando la oferta carece de estímulo —me gusta el café, me ofrecen mate—; cuando las expectativas se frustran —la torta de chocolate que se veía tan esponjosa y llena de crema resultó seca y desabrida.

Cuántas veces sucede que nos gusta un disco, lo escuchamos una semana seguida y entonces ya no nos gusta tanto. Lo mismo ocurre con los alimentos. Dado que el estímulo se repite, los niveles de dopamina permanecen estables y entonces el deseo se atenúa.

Las neuronas que producen dopamina se activan justo antes de que la actividad placentera ocurra. Así que la dopamina es una herramienta de aprendizaje. El cerebro la libera en cantidad equivalente a la predicción de placer que la actividad otorgará. Si la recompensa esperada es omitida o las expectativas no se cumplen, las neuronas productoras de dopamina se adormecen.

La dopamina nos motiva, nos dispara deseo y nos empuja a involucrarnos en una actividad de búsqueda. Si la experiencia resultó tan placentera como esperábamos, la dopamina permanece alta. Si fue mejor, sus niveles aumentan. Si fue menos placentera, entonces los niveles disminuyen, a veces, de manera alarmante: se ha comprobado que algunos pacientes que padecen la enfermedad de Parkinson desarrollan cuadros de depresión, pues en esta patología se destruyen las neuronas que forman dopamina.

Como resultado del aprendizaje, la respuesta a la dopamina se transfiere de recompensas primarias —chocolate— a estímulos predictores de recompensa —la caja de bombones—. Luego, al ver en la góndola del supermercado una caja que contiene chocolate, la compraremos pues predecimos que el envase encierra el nivel de dopamina deseado. La imaginación nos ayuda a prever las reacciones emocionales de eventos futuros. Cuando estamos por comenzar a comer, imaginamos y predecimos cuánto placer obtendremos. Parecería que la cantidad de dopamina liberada en el cerebro antes de una acción es proporcional a su potencial de generar placer, y así se modula la predicción de recompensa inminente.

La L-DOPA es una droga que mejora la función de la dopamina. A un grupo de personas se les solicitó que jerarquizaran ochenta posibles destinos de vacaciones de acuerdo con las expectativas de felicidad que eventualmente obtendrían en aquellos lugares. A la mitad se le administró L-DOPA, al resto, placebo. Previsiblemente, las expectativas de placer imaginado aumentaron en los que actuaron bajo los efectos de la L-DOPA. Al día siguiente se les pidió que realizaran el mismo ejercicio, ya sin los efectos de la droga. Lo interesante es que volvieron a elegir los mismos destinos, con similares expectativas, aunque la droga ya había sido eliminada del organismo. Es decir que el aumento de dopamina durante el estímulo fortaleció la asociación entre el estímulo y la respuesta hedónica estimada, y aumentó la posibilidad de volver a elegir lo mismo, pues se había aprendido a preferirlo.

Un deseo inconfesable

El hedonismo excede nuestro deseo de sexo, drogas, rock’n’roll y chocolate. La neurociencia está revisando por completo el rol del placer en el cerebro. Según los últimos avances en tal sentido, aparentemente el placer interviene en cada decisión que tomamos, y hasta podría ser la base de la conciencia.

El sistema de recompensa presta atención selectiva a señales que predicen placer o retribución. Esos mensajes pueden hallarse en cualquier momento y lugar. ¡No es cuestión de perdérselos! Por eso podemos decir que, en última instancia, no queremos chocolate, pizza, aquel viaje o este disco. Simplemente procuramos obtener todo aquello que nos haga sentir bien. Y eso puede ser muchas cosas, y todas juntas también.

Tampoco deseamos alcohol, marihuana, cocaína o anfetaminas. Pero si alguna vez los hemos consumido, hemos aprendido, lamentablemente, que esas sustancias nos otorgan el nivel de neurotransmisores deseado. El problema es que la huella nos incitará a buscar más, hasta volvernos adictos: a las drogas, pero también a objetos, emociones o contextos que aumenten la sustancia del placer.

En última instancia, las prioridades individuales están ancladas en el sistema de recompensas. Ahora bien, cada uno percibe placer en diferentes proporciones y ante diversos objetos o situaciones.

El placer de comer

Una manera de lograr altos niveles de dopamina es comer. Como ya se comentó, señales generadas por los alimentos regulan la liberación de dopamina. Y el sabor funciona como la señal predictora de recompensa: ¡se viene un pico de placer!

Ver comidas sabrosas por televisión, en la vía pública, en revistas, kioscos, supermercados o vidrieras de confiterías es una señal demasiado intensa como para que siempre logremos controlarnos. La única estrategia que funciona es armar ambientes seguros, libres de estímulos tentadores. Porque una vez que se ve, la espiral del deseo ya comenzó. Un frasco transparente lleno de galletitas en la mesada de la cocina no es precisamente un ambiente seguro.

Observar un chocolate libera dopamina, y la hormona predice el placer que se avecina. Por eso nos impulsa a dejar lo que estamos haciendo hasta que acabamos con toda la tableta, inclusive cuando el objetivo es perder algunos kilos. Las dietas que prohíben lo preferido fracasan precisamente porque incrementan el deseo por lo preferido.

Pero, ¿qué sucede cuando alguien comienza una dieta extremadamente baja en calorías, si su alimentación siempre ha sido rica en calorías y grasas? ¿Y con el que deja el cigarrillo y ya no obtiene el nivel de dopamina que lograba con cada pitada? El agudo déficit de placer que perciben influye en el comportamiento, pues todos andamos por la vida buscando recompensas donde sea.

No tiene nada de malo o de pecaminoso buscar placer. Pero cuando buscamos placer en objetos que producen efectos secundarios negativos en nuestra salud física o metal, estamos en problemas. Es el caso de las drogas, el tabaco, el alcohol y la comida en exceso. Quizá el secreto sea procurarnos placer y recompensa en fuentes alternativas, ¿no? ¿O solo podemos ser eternos bebés de pecho? ¿Acaso únicamente podemos conseguir recompensa lista para ser usada, obtenida del esfuerzo ajeno?

Finalmente, a todos nos interpela el mismo interrogante. ¿Cómo elegimos, con los sentidos o con la razón? En ambos casos, la dopamina, la recompensa y el placer serán los intermediarios en la negociación interna que nos ayudará a elegir, para bien o para mal, incluso sin que seamos conscientes de ese proceso.

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