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Los insultos del Presidente merecen una respuesta legal

El presidente argentino nos ofende y ruboriza, cotidianamente, a través de un uso siempre irrespetuoso del lenguaje que, más que desafiante o innovador, aparece como desalmado y reaccionario. En lo que sigue, no me detendré en el carácter inmoral o deshonesto de sus dichos sino, más bien, en la respuesta que debe dar el derecho frente a expresiones tales. Según diré, el Presidente –como una mayoría de funcionarios públicos de alto rango– goza de una libertad de expresión limitada, en relación con el resto de la ciudadanía: la dignidad de su cargo, los deberes propios de su función y la mayor influencia de su discurso hacen que el Ejecutivo tenga mayores responsabilidades por lo que dice, y que su palabra esté sujeta a mayores restricciones. Esto es, el Presidente no puede “decir cualquier cosa”, impunemente, en el ejercicio de sus funciones: sus ofensas, insultos e incitaciones a la violencia tienen que ser limitadas y –eventualmente– sancionadas con un juicio político. Según diré, la respuesta jurídica que propongo no es exagerada, sino la que resulta de una práctica bien establecida en el derecho occidental, tal como nos lo recuerdan casos como los de Andrew Johnson, Richard Nixon y Donald Trump. Los agravios, las mentiras, las arengas violentas expresadas desde la Presidencia pueden ser, han sido, y deben ser objeto de limitación, persecución y sanción legal.

Insultos presidenciales. Evidenciar las faltas de respeto y humillaciones presidenciales resulta una tarea muy sencilla: basta con tomar, al azar, cualquiera de sus discursos, para encontrar pruebas contundentes del carácter injurioso de sus dichos. Excusándome por la vergüenza ajena que generan sus términos, cito algunos ejemplos, como forma de dejar en claro el tipo de expresiones a las que me refiero. El Presidente ha aludido, muy habitualmente, al Congreso como un “nido de ratas”; ha dicho que los políticos son “una mierda que la gente desprecia”; se ha referido a los periodistas como “corruptos, soretes y ensobrados” (en el acto de Parque Lezama –y es importante recordar este dato– el Presidente arengó e incitó al público, cuando algunos participantes empezaron a gritar “hijos de puta” contra los periodistas); describió el Estado como “un pedófilo con los nenes encadenados y bañados en vaselina”; se dirigió a las personas de izquierda (“la mayoría del país”, según sus dichos) gritando “detesto a los comunistas: zurdos, hijos de puta tiemblen”; señaló al Papa como un “impresentable” y “comunista”, que “representa al maligno en la tierra” (aunque afirmó esto antes de asumir el cargo y después se desdijo). Y un largo etcétera. Es decir, el discurso presidencial aparece permanentemente regado de agravios, injurias, difamaciones, discursos de odio, obscenidades, incitaciones a la violencia, es decir, expresiones ofensivas que hacen un llamado a la intervención al derecho vigente.

Los límites a la expresión de los funcionarios públicos. Es un hecho, en una mayoría de países occidentales, que los empleados públicos y funcionarios de gobierno tienen una protección limitada, en materia de libertad de expresión, y en relación con las cosas que pueden decir en su trabajo, o que pueden afectar su desempeño en el trabajo. Según la Corte Suprema de los Estados Unidos, por ejemplo, el empleo público viene de la mano de ciertas restricciones en el “ejercicio de los derechos constitucionales”: los empleados del gobierno y los oficiales públicos tienen responsabilidades públicas que hacen que no puedan ejercer plenamente sus libertades, como otros ciudadanos comunes.

La idea de la Corte norteamericana es que la mayor influencia conlleva mayores cargas y responsabilidades. Así, y según este tribunal, mientras que los empleados de menor rango cuentan con ciertas protecciones contra la posibilidad de ser echados por causa de sus puntos de vista, los funcionarios de mayor rango carecen de ellas (de hecho, y como sabemos, resulta habitual que los empleados de más alto rango sean echados de su cargo en razón de sus afirmaciones políticas). En tal sentido, cuanto más se sube en la pirámide jerárquica, mayores son las exigencias y responsabilidades por el discurso de los funcionarios.

Se suele citar, al respecto, los juicios políticos iniciados por el Partido Republicano, de Thomas Jefferson, contra los jueces federales John Pickering, en 1802 (Pickering había declarado que tenía un sesgo a favor del Partido Federalista); y Samuel Chase, en 1804 (Chase había acusado a Jefferson de gobernar a través del “poder de la turba”, una mobocracy). El primero de tales jueces fue destituido, y el segundo casi lo fue. En todo caso, y desde entonces, los jueces federales “aprendieron la lección” de que no debían pronunciar, como jueces, discursos partisanos.

Restricciones como las referidas aparecen de forma todavía más evidente en relación con la palabra presidencial. De hecho, los impeachments contra Johnson, Nixon, Clinton y Trump se originaron, todos –y al menos, en parte–, a partir de afirmaciones hechas por ellos en el ejercicio de su cargo. En el caso de Johnson, el más relevante para nuestro estudio (Johnson se salvó de la destitución por el mínimo margen), nos encontramos con un presidente enjuiciado por su constante denigración del Congreso, una falta grave que lo une con el presidente argentino. Al iniciar el proceso de impeachment, la Cámara Baja sostuvo entonces (1868) que Johnson, “desconsiderando los altos deberes de su cargo; la dignidad del mismo; y la armonía y cortesías que deben existir […] entre las ramas ejecutiva y legislativa […] excita el odio y el resentimiento de todas las buenas personas de los Estados Unidos contra el Congreso”.

En el caso de Trump (sometido a dos procesos de impeachment), el objetivo declarado de los diputados no fue el de “castigar un discurso ilegal, sino, más bien, el de proteger a la nación de un presidente que ha violado su juramento y abusado de la confianza pública”. El punto es importante porque nos ayuda a subrayar lo que, desde los inicios del constitucionalismo, se consideró que era la esencia del juicio político: el “abuso o violación de la confianza pública” (Alexander Hamilton, El Federalista n. 65).

Los discursos divisivos o intolerantes. Keith Whittington, uno de los principales especialistas contemporáneos en materia de libertad de expresión, sostuvo al respecto que “el discurso divisivo, intolerante, imprudente o peligroso puede convertirse en el fundamento para un juicio político”, aun si las expresiones del caso fueran (como no lo son en la mayoría de los ejemplos que nos ocupan) “perfectamente legales”. Su defensa del juicio político en estos casos se basa en la importancia de no “normalizar” tales inconductas presidenciales. Whittington cita entonces al senador Charles Summer, que, durante el juicio político seguido contra Johnson, mantuvo que el proceso tenía como objetivo “establecer un precedente” capaz de “contrarrestar” el efecto de las inconductas presidenciales. Como una moción de censura, el juicio político demostraba que existía un “disgusto” generalizado respecto de las acciones del presidente. Dejaba en claro el rechazo público frente a sus dichos y procuraba restaurar, de una vez por todas, “la dignidad” que era y debía ser propia del cargo de servidor público.

El presidente argentino, sus seguidores, sus aduladores, pero también sus críticos, deberían prestar atención a antecedentes tales. Ellos nos dicen que, en relación con el discurso de nuestros más altos funcionarios, no todo es aceptable ni todo está (constitucionalmente) permitido. La “dignidad” de un cargo como el del Ejecutivo exige de ciertos cuidados, destinados a favorecer nuestra educación cívica y a fortalecer el respeto que nos debemos unos a otros. Tal vez, dentro de la cultura “ajurídica” de nuestro país (el “país al margen de la ley” del que hablaba Carlos Nino), tales exigencias parezcan innecesarias, supererogatorias o aun ridículas. Desgraciadamente, estamos acostumbrándonos a discutir sobre el financiamiento de la educación, el mantenimiento del sistema de salud pública o –en el caso que aquí nos ocupa– el decoro y cuidado que debe guardar la palabra presidencial, como si se tratara de materias meramente opinables, cursos de acción simplemente opcionales. A quienes así piensan, sin embargo, el derecho les tiene una mala noticia: nuestra historia constitucional considera que exigencias de respeto como las señaladas son obligatorias; califica a su incumplimiento como “abuso o violación de la confianza pública” y pide sancionar a sus responsables con una herramienta en particular, el juicio político./Roberto Gargarella