Así como hay pobreza estructural, existe un clientelismo estructural. No el de los acarreos, bolsones y pago cash por el voto, típico de las elecciones tucumanas, sino el enquistado en una amplia base política, económica y social, propia del conurbano de las grandes capitales y de algunas provincias -básicamente- del NOA y del NEA. Lo que provocan episodios como los registrados en Las Cejas, todo presunto hasta que la Justicia dictamine la veracidad o la falsedad de las denuncias, es de lo más incómodo para el statu quo clientelar. Porque una de las claves del sistema es su condición subterránea. Nadie saca los pies del plato, porque es el plato del que comen tantas familias. El clientelismo es un aparato que, para funcionar, precisa del silencio y de la aceptación de cada uno de los involucrados.
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Breve repaso al “caso Las Cejas”. Tres ex trabajadores denunciaron que la comisionada Cristina Contreras les retenía las tarjetas de débito y se quedaba con un generoso porcentaje de sus haberes. La funcionaria lo niega y adjudica todo a una persecución orquestada por Ariel Figueroa -su adversario político en el pueblo- y por Enrique Romero. Cuestiones que ya están judicializadas. Lo evidente, y por eso innegable, es el nerviosismo reinante en Las Cejas: llega a la sede comunal un equipo periodístico de LA GACETA y Contreras reacciona de forma agresiva. Hubo insultos y un empleado golpeó la cámara de la fotógrafa del diario. Los principios constitucionales de la libertad de expresión han sido vulnerados.

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Hay 93 comunas rurales. Son 93 microuniversos determinados, en numerosos casos, por una realidad social complejísima. Situación que no escapa a los municipios, cada uno con su “poder ejecutivo” y su concejo deliberante. El aparato clientelar estructural hace pie en ese medio ambiente, lo que no implica que todos actúen de la misma manera. Es un ecosistema de justos (los menos) y pecadores (los más), puestos a distribuir planes, contratos temporales y prebendas. Un movimiento de efectivo que obedece a la voluntad de cacicazgos comarcales y que siempre será discrecional. La anomalía, quedó dicho, es la denuncia de estas prácticas. Denunciar sólo es posible si detrás hay un sostén mayor, o al menos equivalente, al del denunciado. Y la denuncia hace muchísimo ruido porque, como quedó dicho, mete una cuña en el sistema. Es el fantasma en la máquina.
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Desde hace décadas al clientelismo estructural se lo viene analizando desde distintos ángulos. Hay una mirada estrictamente política, muy lúcida, que dejó el filósofo y escritor José Pablo Feinmann (1943-2021). Feinmann lo llamó Aparato (a secas y con mayúscula) y lo identificó como uno de los principales causantes de la degradación de nuestra calidad institucional. Vale la pena rescatar tres párrafos de su artículo “Aparato y política”:
– El Aparato es el poder real de la sociedad aparente. El Aparato es el poder que sostiene la sociedad. No es el gobierno. Ni es el Estado. El Aparato es la transformación del territorio en cosa mafiosa. La palabra mafia debe entenderse aquí (lejos de la significación “familiar”, es decir, de clanes de familias que le dio Coppola -N. de la R.; por la película “El padrino”-) como un entramado de intereses en el que lo único que une es el dinero. El Aparato es una enorme máquina de hacer dinero. El Aparato, quién no lo sabe, se transforma en poder y luego, desde el poder, sirve para sostener el poder.
– El Aparato no tiene dueño. Puede tener dueños ocasionales. Nunca permanentes. El único dueño del Aparato es el Aparato. Por eso todos pelean por tenerlo.
– La cuestión es: ¿cómo luchar contra el Aparato si para hacerlo hay que meterse en sus entrañas? ¿Cómo vencerlo si no hay otro lugar más que el suyo? Hay que crear el afuera. Pelear realmente contra el Aparato implica la conciencia de que vencerlo no es apoderarse de él. Es destruirlo.
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La red clientelar precede al gobernante de turno, al cacique de turno, y seguirá estando cuando el juego político cambie a los protagonistas. Como dice Feinmann con acierto, es un aparato que no tiene dueño. El sistema desarrolló su propia lógica y las claves de su funcionamiento están muy claras. Pero hay una serie de condiciones ineludibles que justifican su existencia: la crisis social, la pobreza estructural, la debacle educativa, el desempleo. El aparato echó raíces muy sólidas en ese campo fértil, tanto que en infinidad de comunas rurales y municipios, sin olvidar a los Poderes del Estado, ya no se entiende la praxis política sin atender a lo que el aparato exige.
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El clientelismo estructural es el pantano por excelencia, teniendo en cuenta que el intercambio de favores y el abuso de poder sólo pueden generar corrupción y, por consiguiente, el debilitamiento del Estado de derecho. Es la tumba de la transparencia, allí donde queda enterrado el acceso a la información pública. Y, por sobre todo, lo que garantiza el aparato es la supervivencia de la desigualdad y de la exclusión. Favorece a los pocos que, resignados y callados, deben aceptar lo (poquísimo) que reciben en pos de parar la olla; y castiga a la mayoría que no está dispuesta a someterse.
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En lo que respecta a la clase política, el clientelismo se convierte en una suerte de adicción: una vez que prueban los beneficios del aparato ya no pueden soltarlo. Es un círculo vicioso, claro, porque a fin de cuentas el funcionario que utiliza el aparato también queda prisionero de él. Por lo general, para siempre.
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Volviendo a Las Cejas, no deja de ser una más de las tantas batallas territoriales que se libran en municipios y comunas, allí donde clanes y dinastías suelen repartirse la torta. El diferencial es la exposición de la presunta práctica clientelar, la visibilización de ese sistema archiconocido y, por todo lo expuesto, tan difícil de probar. El aparato./Guillermo Monti