Cristina Kirchner vive en un mundo de apariencias que se le hacen evidentes a ella misma. Desde el atentado fallido de Fernando Sabag Montiel se ha acelerado su tendencia a desconfiar hasta de su sombra. Es un desasosiego que se exterioriza tanto en la inquietud existencial por descubrir quién pudo haber ordenado asesinarla como en la sospecha de que la semilla de una traición política germina en el peronismo que hoy le jura lealtad.
Es una líder que, en defensa propia, simula firmeza. La directiva de aprobar “como sea” en el Senado la ampliación de la Corte la dio a principios de semana, incluso ante la cautela de su jefe de bloque, José Mayans, que le advirtió que tenía los números justísimos. El formoseño debió entender que no era el fondo si no la forma y se lanzó a reescribir la institucionalidad del país a los ponchazos. El clamor de un tribunal federal de 25 miembros se derritió en un pasamanos de papeles. Se quedaron en 15, al cabo de una negociación que pareció una subasta.
Juez más juez menos, la urgencia por votar el proyecto responde a la vocación cristinista de embarcar al oficialismo en un rumbo de vértigo en el que solo ella puede estar al volante. Los soldados fieles inundan los medios con afirmaciones temerarias que comparan a los actuales cortesanos con “mafiosos” (Parrilli dixit) y que equiparan las penurias judiciales de la vicepresidenta con una “persecución criminal” contra todo el peronismo. La propia Cristina redondeó el concepto con su alegato en el juicio de Vialidad, plagado de coartadas procesales antes que argumentos de inocencia, y coronado por la vinculación que hizo entre atentado contra su vida y la acusación expuesta por los fiscales Diego Luciani y Sergio Mola.
Sus guerras santas enmascaran la angustia profunda que describen quienes la trataron desde que el copito Sabag Montiel gatilló una pistola a 35 centímetros de su cara, el 1 de septiembre. Es habitual que despotrique contra los opositores que no la llamaron para solidarizarse (los tuits le parecen gestos para la tribuna). Se alarma con la impactante incredulidad y apatía social que despertó el suceso. Pero también empieza a filtrarse un malestar agrio con los propios: ha dejado trascender que no sintió un acompañamiento sincero y decidido fuera de su círculo incondicional, habitado por La Cámpora y otros grupos afines.
De ese ánimo oscuro surgió el globo de ensayo del diálogo político con sus rivales. Es difícil saber si realmente quiso sentarse con Mauricio Macri a hablar del clima social o solo fue una jugada para testear el ánimo de la dirigencia política. De ajenos y propios. Resultó sintomático el poco entusiasmo de gobernadores, intendentes y figuras con algún peso por fuera del kirchnerismo duro de aportar a un acercamiento con la oposición. Como quien no se cree el cuento.
Cuando decidió avanzar contra la Corte, Cristina dinamitó su Moncloa de naipes y volvió al cauce natural de la polarización extrema, donde se siente más cómoda para ejercer el liderazgo sobre un oficialismo aturdido por el fiasco económico del gobierno que venía a devolver la alegría a los argentinos más desfavorecidos.
La operación del diálogo estaba destinada al fracaso desde su formulación, a raíz de la concepción autoindulgente desde la que fue pensada. Se llamaba a la mesa de discusión desde un preconcepto difícil de aceptar para la oposición, pero también para un amplio sector del peronismo: la crisis que vive la Argentina no es producto de la mala praxis del Gobierno ni del agotamiento de un modelo económico sino del estallido del modelo de convivencia producto del odio, de las persecuciones judiciales y la imposición de intereses empresariales mezquinos.
En esa lógica se inscribe la llamativa oferta que hizo el camporista Andrés Larroque de sentarse a hablar con Héctor Magnetto, director del Grupo Clarín. Su compañera de militancia Paula Penacca llegó a decir que hay una “oposición destructiva” y “en posición de desestabilización” porque se niega a discutir la ampliación de la Corte en la Cámara de Diputados. Así los puentes se construyen con dinamita.
Gobernadores, intendentes y sindicalistas acompañan a Cristina con un silencio disciplinado, pero empiezan a colar sus propios intereses. Pelean por salvarse lo mejor posible del ajuste que ejecuta con manos no del todo libres Sergio Massa y por acomodar a su gusto las reglas electorales. Las tensiones internas sobreviven tapadas por el estruendo de la bala que Sabag Montiel no logró disparar.
PASO sí, PASO no
Un caso paradigmático es el proyecto embrionario para suspender las PASO del año que viene. La idea surgió desde los gobernadores del interior, algunos cercanos a Cristina (como Jorge Capitanich) y otros no tanto (Sergio Uñac). En los últimos días el plan sumó a Axel Kicillof entre sus simpatizantes. Alberto Fernández, en honor a su promesa de que todos los candidatos del Frente de Todos de 2023 se iban a elegir en primarias, anunció ahora que es un debate que está abierto.
Las PASO son el pegamento que une a Juntos por el Cambio, carente de otro método válido para resolver las diferencias internas que lo aquejan desde que perdió el poder. “Si jugás contra Messi y podés poner en el reglamento que no vale patear con la izquierda, ¿no lo harías?”, sugiere un dirigente peronista que promueve la reforma electoral. El oficialismo no tiene imposible conseguir los votos en el Congreso.
Pero antes de pensar en el poroteo de diputados y senadores, conviene detenerse en el silencio de Cristina y de La Cámpora sobre el tema.
“Tanto entusiasmo en el peronismo le genera sospechas”, traduce un kirchnerista fiel. Al lado de la vicepresidenta maquinan que la eliminación de las primarias puede ser una herramienta emancipadora para gobernadores e intendentes peronistas. ¿Quién va a escribir las listas si no hay competencia interna? ¿Por qué -aparte de frustrar a la oposición- la jefa del Frente de Todos se va a privar de usar el arma disciplinadora que implica una lista disidente del kirchnerismo duro para quien no quiera negociar con ella?
Así logró Cristina en los últimos años llenar el Congreso nacional y los concejos deliberantes del conurbano de dirigentes leales: negociando bajo amenaza de plantar una interna. Ir sin las PASO al 2023 podría servirle si ella fuera a ser la candidata a presidenta, ubicada en una posición de fuerza para reclamar la lapicera en los distritos relevantes.
Las señales que ella emite en público y en privado indican que no está en su ánimo pelear otra vez por la Casa Rosada. Es más, hay fuentes de su entorno que insisten en que no quiere ser candidata a nada en 2023. Creer o reventar. Argumentan que le seduce demostrar que no está pensando en los fueros, incluso cuando descuenta que será condenada en el juicio de Vialidad.
En su alegato del viernes pueden hallarse pistas de los motivos. Un argumento central de su defensa es que los actos como presidenta no pueden ser juzgados como delitos, en función de que ella encarnó la representación popular al haber sido elegida por el voto. Hasta se permitió chicanear a Luciani, al decirle que si las decisiones que tomó en el gobierno pueden ser inválidas entonces él no podría acusarla, por la sencilla razón que fue ella quien firmó su designación como fiscal. Cristina corroboró ante quienes la juzgan que concibe a la Justicia como una extensión del poder político. No la van a proteger los fueros sino la perpetuación de su liderazgo.
Por eso, hay fuentes del oficialismo que sostienen que el único diálogo posible con la oposición se puede dar en el terreno judicial. Por ejemplo, en una reforma de la Corte que incluya nuevos miembros “confiables” para todos. Recuerdan esos dirigentes que Macri ha coqueteado con la idea de impulsar a Miguel Pichetto como ministro del tribunal y que ese sería un nombre potable para Cristina. De momento, solo ensoñaciones.
Cristina está en la batalla por la centralidad. Se sabe la amalgama del Frente de Todos, desde que Fernández quedó en evidencia como un presidente incapaz de proyectarse a la altura de su ambición. Radicalizar posiciones, después de la pausa que impuso el intento de homicidio del que fue víctima, es la forma que eligió para desafiar los límites que encuentra a su poder. La próxima estación puede ser nada menos que una condena por corrupción; el veredicto se conocerá en no mucho más que dos meses.
Su drama personal se funde con la dimensión profesional. El fracaso económico del Gobierno es una mochila que la doblega. Se resignó a que Massa encarne un ajuste más profundo que aquel que le impidió a Martín Guzmán. El despliegue pro Estados Unidos y la convicción ortodoxa del líder del Frente Renovador se asemeja a una claudicación para el kirchnerismo ideológico. “Paciencia” es todo lo que atina a pedir Máximo Kirchner a los dirigentes que visita en gira de contención.
Arrojarse a los brazos de Massa fue una velada admisión de Cristina de que el modelo distribucionista que militó desde sus años en el gobierno está agotado. “Si Massa se fuera hoy del Gobierno, ella no sabría qué hacer”, explica un ministro que alguna vez fue considerado albertista. Por supuesto tampoco cree en una regresión al liberalismo. Sus ideaciones de una discusión nacional sobre el modelo económico del futuro –algo de lo que habla desde la campaña de 2019- reflejan tanto certezas a nivel del diagnóstico como carencias en el terreno de las soluciones.
Es una forma de impotencia de la que se desprende una escasa confianza en el triunfo electoral. Eso transmiten quienes se reúnen con los dos Kirchner, después de escucharlos retratar la dimensión de la trampa económica en la que se sienten inmersos.
Dólares y votos
Massa gana tiempo, pero empieza a toparse con sus propias fronteras. Curiosamente no son tanto las presiones antiajuste del kirchnerismo como los celos de Fernández. El Presidente disfrutó de ser él quien tuviera de primera mano la noticia de la aprobación del nuevo desembolso del FMI, una semana después de la celebrada gira del ministro por Estados Unidos. Desde Washington, extendió hasta 2028 el nombramiento en comisión de Miguel Pesce en el Banco Central. Casi de inmediato se desató el episodio del “dólar soja” y la prohibición de comprar divisas en el mercado de bonos a las empresas que liquiden al tipo de cambio subsidiado.
La carrera por reforzar las reservas es agónica. Lo admiten en todos los sectores del Gobierno. Por eso para Massa significó un golpe a su confianza la medida de Pesce contra los sojeros con los que negoció para salvar el match point de septiembre.
El FMI presiona con todo. Massa y Fernández corroboraron por separado que a los accionistas del organismo solo le importa el objetivo de acumulación de reservas. De ahí se van a cobrar. Sin una devaluación brusca se vislumbra imposible alcanzar las metas del acuerdo que firmó Guzmán. Pero si lo hiciera la inflación pegaría un salto que haría más doloroso el costo social del ajuste. El ministro transita otra vez por la ancha avenida del medio, consistente ahora en acelerar la depreciación diaria del peso y usar la creatividad para inventar tipos de cambio sectoriales.
Gestionar esa encerrona pone un signo de interrogación inmenso a los sueños presidenciales de Massa. Con niveles de inflación del 100% y pérdida sostenida del salario real, ¿cómo construir un clima positivo que haga tentador para una mayoría de votantes seguir por este camino? ¿No será mejor capitalizar, pensando en un futuro, el papel del hombre que aceptó sentarse en la silla eléctrica y trajo algo de calma a la economía?
Cerca de Cristina se hacen preguntas similares. Juegan con ejercicios de lógica primaria: si ella no quiere ser presidenta y además está convencida de que con esta mishiadura no hay oficialismo que gane, ¿no sería lógico que proponga como candidato a Massa, un aliado táctico al que en el fondo quisiera ver derrotado? ¿O, en cambio, intentará resistir un desastre electoral con un remiendo del plan platita de 2021 que le permita conservar porciones relevantes de poder?
Un dilema central de la argentina que viene pasa por saber qué hará Massa, ante cualquiera de esos dos casos, cuando sus intereses choquen contra la voluntad de la jefa.