Através de la búsqueda estética, subordinada a la crítica y a la reflexión, el teatro como hecho vivo es el espacio perfecto para mostrar y generar categorías que sirven para romper paradigmas. A lo largo de su historia logró hacerlo con obras vinculadas a los movimientos sociales contra la marginación y la homofobia.
Por eso, sin desmerecer la vigencia de sus planteos, hoy resultan más históricas que actuales piezas como “Los chicos de la banda” (1968) de Mart Crowley, que muestra los conflictos internos de amigos gays y prejuicios de la propia comunidad.
También la icónica comedia “La jaula de las locas” (1973), de Jean Poiret, sobre una pareja de maduros homosexuales que regentea un local de ocio y los equívocos que produce conocer a los padres de la novia del hijo de uno de ellos. En un extremo más dramático están las vivencias personales de Larry Kramer sobre los inicios del flagelo del VIH, que visibilizó en “Un corazón normal” de 1985. A las que siguieron “Algo en común” (1987) de Harvey Fierstein, acerca del encuentro de una exesposa y el amante del mismo hombre, ya muerto; y “Amor, valor, compasión” (1994) de Terrence McNally, en torno a ocho hombres que se reúnen los fines de semana veraniegos en una casa, donde se relajan, reflexionan y planifican su supervivencia en un tiempo asediado por el SIDA.
En nuestro país, décadas antes, en 1914, José González Castillo presentó “Los invertidos” donde la esposa de un eminente abogado, invitada a una fiesta por el mejor amigo de éste, descubre la doble vida de su marido. El objetivo del dramaturgo rosarino era mostrar la inmoralidad de la clase alta y la homosexualidad se manifestaba como el peor secreto.
En los noventa, Alberto Ure dirigió en el San Martín una exitosa puesta de este clásico, liderada por Antonio Grimau, Cristina Banegas y Lorenzo Quinteros. En 1971, en Francia, donde se había radicado, el argentino Copi (seudónimo de Raúl Damonte Botana) estrenó “El homosexual o la dificultad de expresarse”, un vodevil que reflexiona sobre el deseo y el placer. En 2017, el Cervantes la programó en coproducción con el Centro Dramático Nacional de Caen.
Actualidad
Resulta importante, entonces, reflexionar sobre la forma en que hoy es abordada la temática, porque lo cierto es que las vidas de quienes integran la comunidad LGBTQ+ han cambiado y las piezas teatrales que los representan han ido evolucionando más allá de las historias de salida del armario o las tragedias de odio.
Éxito del Off-Broadway, “Afterglow” del director, coreógrafo, actor, bailarín, dramaturgo y productor estadounidense S. Asher Gelman, es una obra en un acto que explora las conexiones emocionales, intelectuales y físicas entre tres hombres y las implicaciones más amplias dentro de sus relaciones.
Se centra en el matrimonio de Josh y Alex, unos treintañeros que mantienen una relación abierta e invitan a un tercero más joven, Darius, a compartir su cama. La dinámica del vínculo, justo en el momento en que serán padres por subrogación de vientre, comienza a cambiar a medida que surgen los sentimientos, y cada uno de los implicados debe examinar sus propias definiciones de amor, confianza y compromiso.
Tras su estreno en 2017, en Manhattan, se representó interrumpidamente durante 14 meses. Esa producción neoyorquina generó agitación por su interpretación abierta del sexo y la intimidad en el escenario. Y luego subió a escena en Los Ángeles, Madrid y Bogotá. No sorprende entonces que ahora esté presente en la cartelera porteña. Bajo la dirección de Diego Ramos, con Adrian Lázare, Fernando Cuellar y Darío Grasso: en Espacio Dumont, sólo para 170 espectadores, que es parte del sello original del montaje.
Cuando se lo interroga sobre el necesario progreso en los argumentos, plantea: “La comunidad queer marca la pauta de lo que es normal porque existimos en los márgenes de la sociedad y, por lo tanto, definimos los límites dentro de los cuales el resto llega a explorar. Somos los pioneros, los que empujamos y desafiamos el statu quo. Una vez que descubrimos que somos queer, que muchas de esas reglas y roles ya no se aplican a nosotros, nuestra comprensión del mundo cambia y nos vemos obligados a cuestionar nuestra realidad de una manera que no lo hacen los heterosexuales, porque si ha quedado claro que algunas de esas reglas y roles ya no son aplicables, quizá otras tampoco lo sean”, desarrolla Gelman.
En cartel
Actualmente y enhorabuena, el panorama es muy distinto; de hecho, la frondosa marquesina de Buenos Aires ofrece múltiples miradas sobre lo LGBT+.
En la imposibilidad de mencionar a todas, basta recordar que Julio Chávez volvió con la tercera temporada de “Yo soy mi propia mujer”, un premiado y elogiado unipersonal de Doug Wright, que recrea la historia real de la escritora travesti Charlotte von Mahlsdorf, quién como tal, sobrevivió al régimen nazi y, posteriormente, al comunismo de la Alemania oriental.
Hay una nueva versión de “El beso de la mujer araña” de Manuel Puig, sobre un añoso homosexual que desea ser mujer y un joven militante político, ambos presos dentro de una celda: con Oscar Giménez y Pablo Pieretti, dirigida por Valeria Ambrosio, en el Teatro Buenos Aires. Por su parte, en el circuito independiente, la identidad sexual y la incertidumbre de asumir la sexualidad de un integrante en la familia es el núcleo de “Azul y la navidad” de Lorena Romanin, en el Galpón de Guevara. El personaje trans del título lo interpreta Carolina Unrein, una artista trans.
“Creo que más allá de mi obra, y un par más anteriores que escribí, la temática es llevada de forma asidua a la representación escénica. Nace del interés de muchos autores y artistas por visibilizar y hablar de una parte de la sociedad que no está tan comprendida. Además, el público es receptivo a las propuestas y trato de contarles esas particulares historias desde el lugar del amor, aunque suene naive”, sostiene Romanin. Finalmente, producida por el Complejo Teatral de Buenos Aires, en el Cine Teatro El Plata, se puede ver la versión libre de “Julio César” de Shakespeare, en manos del dramaturgo y director José María Muscari.
La singularidad es que Moria Casán compone al tirano romano que debilitó las instituciones republicanas, las actrices encarnan los personajes masculinos y los actores hacen los propios con los femeninos. Una de ellas es Payuca del Pueblo, galardonada por su interpretación en “Siglo de Oro Trans” de Gonzalo Demaría, la versión “diversa” del clásico Don Gil de las calzas verdes.
“Lentamente se van animando a tomar personajes cotidianos de la comunidad como parte de diferentes espectáculos u obras, pareciera que está ‘permitido’ poder ahora hablar de elles. La problemática LGBTQ+ es muy crítica, amplia, profunda y variada. Poder visibilizarla es importante, en especial que llegue a sectores populares donde se pueda concientizar. Y el teatro me parece una gran herramienta”, observa la actriz trans. “Como personas queer, exploramos la condición humana porque tenemos que hacerlo. Tenemos que hacernos un espacio porque la sociedad no lo hace por nosotros. Así que reestructuramos las normas sociales, paso a paso, para lograrlo”, concluye Asher Gelman.