Según Catherine Fulop, es “la mejor panadería de Argentina”. Un rincón de Venezuela en una esquina del barrio de Recoleta, donde desde hace cuatro años la gente puede conseguir “cachitos”, “minilunch” y otros panificados típicos del país caribeño. Todo producto de la aventura a la que se lanzaron dos hermanas, Lizabeth y Jenny Rangel, en busca de una vida mejor.
Llegaron a la Argentina en 2017, cansadas de la crisis económica y política que atraviesa su país. Los dos secuestros que sufrió Lizabeth le hicieron decir basta: abandonó Caracas y eligió como destino Buenos Aires. Esta exadministradora de empresas ya conocía la ciudad por haber venido en varias oportunidades de vacaciones y por trabajo, y sabía que en la Argentina sus hijos podrían beneficiarse de una gran oferta educativa.
“Vendí todo lo que tenía con la idea de montar un negocio, pero no sabía cuál”, se sinceró Lizabeth. Primero trabajó un tiempo como administradora en una empresa, lo que le permitió conocer mejor la idiosincrasia argentina, hasta que en 2018 dio con un aviso que despertó su interés.
“Buscaba locales y vi una panadería que estaba vendiendo el fondo de comercio”, explicó. Ni Lizabeth ni Jenny sabían de panadería, pero el dueño anterior se convirtió en “su angelito”. “Nos enseñó a manejar el local, nos ayudó con los proveedores y hasta nos dejó un panadero”.
Al principio su local, Donna, era una panadería argentina común y corriente, pero “siempre llegaban venezolanos que pedían comida venezolana”. Lizabeth se dio cuenta de que, en el fondo, ella era otra de esos miles de migrantes que añoraban los sabores de su tierra y que justamente allí “había todo un mercado que atender”.
Lizabeth estaba consciente de que los argentinos suelen desayunar con algo dulce, y pasar a ofrecer comida más bien salada de una era una apuesta arriesgada. Por eso el cambio fue paulatino, hasta que las vidrieras de Donna estuvieran repletas de comida venezolana.
“Comenzamos por el cachito -un pan enrollado relleno de jamón, queso llanero y tocino – que siempre ha sido nuestro producto premium”, dijo. Funcionó. Entonces contrataron a un panadero venezolano y la producción despegó, hasta tal punto que tuvieron que buscarle un ayudante y sumar vendedores al equipo, que hoy integran 18 personas.
“Incorporamos otros productos como el pan de queso, las quesadillas, el minilunch, las empanadas venezolanas y distintos tipos de panes como el de guayaba… cuidando los insumos para que todo saliera bien sabroso”, afirmó Rangel.
“El local creció de manera increíble. Nuestros principales clientes son venezolanos, pero también hay muchos argentinos, algunos con parejas venezolanas y después colombianos, brasileños y asiáticos”, dijo.
-¿Fue difícil convencer a los argentinos de probar sus productos? “No para nada. Los argentinos son muy curiosos y abiertos con la gastronomía. Algunos entraban a ver si vendíamos arepas, veían que no, pero igual compraban algo para probar”, contó la emprendedora caraqueña.
“Ahora tenemos clientes fidelizados, vecinos del barrio y hasta de otros lugares”, comentó. Según dijo, “es un gran orgullo que un argentino pueda desayunar como un venezolano, y nos encanta cuando viene un argentino y de entrada nos pide una empanada de pabellón (empanada de carne mechada, con porotos, plátano y queso), cuando llama las cosas por su nombre. Quiere decir que ya conoce y valora el producto”, se emocionó Lizabeth.
Según dijo, “a los argentinos les encanta el minilunch (un hojaldre relleno de jamón, queso amarillo y queso maduro), mientras que los venezolanos se mueren por los cachitos, sobre todo los fines de semana cuando salen del boliche”.
Como a todos, el gran parón que afectó al mundo en 2020 las espantó en un primer momento, con su lote de cierres y bancarrotas. “Llegó la pandemia y pensé, estamos fritos, nos hundimos. Se nos va el sueño de reinventarnos acá”, contó Lizabeth.
Pero el negocio nunca dejó de funcionar. Al igual que miles de locales del rubro, se tuvieron que tirar a las redes para sobrevivir. Abrieron Whatsapp, Instagram. Empezaron a vender por allí y lo que parecía una condena a muerte se convirtió en una oportunidad.
“No solo sobrevivimos, sino que crecimos. Hasta tal punto que ya no cabemos en nuestro local de Paraguay y Jean Jaures y estamos buscando uno más grande”, dijo Lizabeth. Entre los sueños y proyectos de las hermanas Rangel está también la idea de abrir un centro de producción y sucursales en Buenos Aires, Córdoba y, ¿por qué no?, conquistar toda la Argentina, paladar por paladar.