La semana pasada hizo ruido el anuncio de la UBA de que acortará la duración de la carrera de Medicina y de todas las ingenierías. Y en Ingeniería creará títulos intermedios. Es en el marco de una modernización de los planes de estudio que, dijeron, busca reducir las altas cifras de deserción, entre otras cosas.
La Argentina es uno de los países con las carreras universitarias más extensas, de unos 5 años en promedio. Pero como muy pocos las hacen en el tiempo teórico fijado, a los alumnos les está llevando unos 9 años recibirse.
Es casi una vida, si se tiene en cuenta que en esos 9 años a los jóvenes les pasa de todo: consiguen (y necesitan) trabajo, formalizan una relación de pareja, tienen hijos, se mudan… y la carrera puede quedar postergada.
La cuestión de la tasa de graduación (o la “eficacia” de las universidades) suele ser un caballito de batalla de los sectores que están en contra de la gratuidad y el ingreso irrestricto.
Un reciente informe del Centro de Estudios de la Educación Argentina (CEA) de la Universidad de Belgrano calculó que aquí se gradúan 28 alumnos de cada 100 que entraron 4 años antes, cuando en Brasil lo hacen 46 y en Chile 69. En los países centrales también hay tasas más “eficaces” de graduación.
Los motivos por los cuales aquí se tarda más son variados. Muchos alumnos, ante la crisis, deben trabajar. Otros vienen con un nivel bajo de la secundaria y no logran avanzar. Y hay un grupo -sobre todo en carreras de perfil técnico y científico-, a quienes las empresas los tientan con sueldos interesantes antes de terminar los estudios.
Además, las universidades argentinas tienen particularidades que las hace más largas. Por ejemplo, que aquí además de brindar el grado académico, también habilitan para el ejercicio profesional. En Europa se requieren 2 años más para lograrlo.
El problema de la baja tasa de graduación universitaria, entonces, no se soluciona restringiendo la entrada y privando a los jóvenes de las oportunidades que abre la formación superior, sino mejorando la educación básica y adaptando los planes de estudio al contexto social y a las demandas de un mercado laboral cada vez más flexible y globalizado.
Una idea interesante es la creación de títulos intermedios -como el de Ingeniería de la UBA-, que son útiles para las empresas y para los mismos estudiantes, que pueden ir avanzando en su profesión.
Más que de destruir, se trata de buscar ideas para aprovechar el valor que generan las universidades, aún si no todos llegan hasta la ambiciosa meta final.