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El dinosaurio siempre estuvo allí

Corrupción, latrocinio, nepotismo, mentira, descomposición de las instituciones republicanas, apriete, escrache. El kirchnerismo, la fase más reciente de la saga peronista que se inició hace casi ochenta años, llenó prácticamente todos los casilleros del espectro populista. Estos rubros se manifestaron públicamente de manera obscena, y la mayoría de las veces, impune. Ahora se agrega la violencia doméstica, una cuestión que suele quedar oculta tras los muros de la privacidad. La desvergüenza y la impunidad de los ítems previos fueron paralelas a la naturalización de estos. Se hicieron parte del paisaje nacional cotidiano al amparo de una justicia inoperante, cuando no directamente cómplice, y de la pasividad, el oportunismo y la identificación de una masa crítica de la sociedad con el discurso y las prácticas de ese movimiento político.

En una sociedad que hace un culto de la transgresión, que celebra y estimula la “viveza criolla”, que elige ídolos y gobernantes en los que se siente reflejada y en quienes ve cumplirse sus pulsiones más profundas, aquella naturalización se convirtió en norma. Pero hay otro fenómeno naturalizado en la cotidianidad, que hasta hace poco se procesaba únicamente en lo privado y contaba también con las múltiples complicidades que disfrazan al “no te metas” (otra costumbre nacional). Es la violencia doméstica, intravincular, intrafamiliar.

Sólo en el primer trimestre de este año la Oficina de Violencia Doméstica de la Corte Suprema de Justicia registró 2.417 denuncias, de las cuales el 71% provenía de mujeres. Es apenas la punta de un iceberg siniestro, ya que son más los casos sin denunciar, los que se callan hasta que culminan trágicamente. Según la misma Oficina hubo 250 femicidios en 2023 y llegan casi a 2.500 en la última década. En todos los niveles sociales, culturales y económicos (en unos con mayor sofisticación y encubrimiento que en otros) esta violencia es una realidad de cada día. Como con la corrupción, también en este caso a mayor cuota de poder corresponde más impunidad y más ocultamiento.

Pero como advirtió Hannah Arendt en su libro La condición humana, el poder no se puede acumular y guardar para después. En cuanto desaparece caen los velos con los que oculta crímenes, delitos y todo tipo de miserias y atrocidades. Lo único que se puede decir en favor de Alberto Fernández (cuyas indignidades eran visibles y repudiables desde que asomó a la vida pública, y alcanzaron todo su esplendor cuando aterrizó en la Presidencia, gracias al favor de una supuesta faraona egipcia que aún debe cuentas a la Justicia) es que no se trata del primer eslabón, ni el único, ni el último, en esta cadena de barbaries, cadena que tampoco se agota en Alperovich, Espinoza, Brieger y otros poderosos o allegados al poder que irán emergiendo al paso en que éste inevitablemente se esfume. Esto habrá que tenerlo en cuenta y repetirlo para que, tanto en el kirchnerismo como en la sociedad en general, el tema no se agote en un hipócrita show de indignación, en un simulacro de pérdida de la inocencia, y, una vez encontrado el chivo expiatorio y cuando baje la espuma, la corrupción y la violencia doméstica (entre otras excrecencias) vuelvan a naturalizarse, una en lo público, otra en la privado. Así hasta que el próximo poderoso en ejercicio de su función pierda su poder y entonces se reanude el espectáculo de las iniquidades, las mismas que todos dirán que no veían y sobre las que jurarán que no sabían. Porque al final, por mucho que se finja, todo es como en el magnífico cuento breve del escritor guatemalteco Augusto Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”./Sergio Sinay

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