En los nuevos años veinte, que llegaron sin vals, pero con algoritmos, nos vemos rodeados de artefactos más veloces que nuestro asombro. Cada invento parece salido de un laboratorio secreto de ciencia ficción, y sin embargo ahí está, en la palma de la mano, en el aula, en nuestras preguntas. Porque si hay algo que resiste a la automatización es el arte de preguntar. Y sobre inteligencia artificial -nuevo oráculo de silicio, eje de la palanca de la innovación- no faltan interrogantes: ¿la hemos creado para ser servida o para servirnos? ¿Es la IA el camino hacia una vida más humana o el nuevo relato de nuestro propio declive?
La cuestión, como en todo planteo filosófico, no es menor. Evocamos el fantasma del filósofo alemán Martin Heidegger, quien advirtió -en ocasiones, con frases que parecen acertijos- que cuando la técnica se impone como marco total (el temido Gestell), transforma el mundo, pero también nos transforma a nosotros, a menudo sin permiso.
Nos recuerda que el riesgo mayor no es que la máquina piense, sino que dejemos de hacerlo nosotros. Y de este modo establece con agudeza la discusión sobre la convivencia y el límite entre la IA y la inteligencia natural. ¿Somos capaces de crear máquinas que nos superen en inteligencia y, al mismo tiempo, mantener nuestra propia identidad?.
En el aula, espacio cada vez más híbrido donde coexisten pizarrones, tablets y tentaciones digitales, la IA ha entrado con pasos de seda. No lo ha hecho para reemplazar al docente sino para extenderlo, multiplicarlo, darle voz en horarios insólitos y formatos impensados.
¿Un docente disponible 24/7? Buena pregunta para un chatbot bien entrenado. ¿Simular un debate con Sócrates o con una madre desesperada por las calificaciones del boletín? También. La IA no sólo responde rápido, sino que se adapta al contexto: cambia según la materia, el nivel de estudio, incluso el estado de ánimo del usuario, como un camaleón pedagógico entrenado en Silicon Valley.
Pero aquí es donde surge la paradoja que tanto fascina a filósofos, docentes y otros seres fatigados: ¿qué pasa con el placer íntimo -casi sensual, si se permite- de preparar una clase, diseñar una actividad, descubrir la forma justa de encender una chispa en la mente de alguien? ¿Puede un asistente hacerlo por mí sin arrancarme el goce de hacerlo por mí mismo? La respuesta es ambigua, como corresponde a todo dilema humano: la IA asiste, pero no sustituye el arte o la genuina creación humana. O no debería.
Y, sin embargo, la frontera entre potenciar y reemplazar se vuelve difusa, como la línea entre admirar una obra de arte y desear firmarla. Porque sí, la IA facilita el diseño de actividades, sugiere estrategias motivadoras, nos enseña, con paciencia y tutoriales, a usar Apps que ni sabíamos que existían. Incluso permite crear bots a medida, asistentes virtuales con acento argentino o modismos adolescentes, para que la educación no sea sólo instrucción sino conversación.
Una función cada vez más celebrada: la gestión de clase. La IA toma asistencia, mide el rendimiento, detecta patrones, alerta al docente antes de que un estudiante naufrague. Y con el aprendizaje adaptativo -acierto de la personalización algorítmica- cada estudiante puede avanzar a su ritmo, según sus propias necesidades. Por primera vez, la educación masiva empieza a parecer un traje a medida. Aunque claro, en algunos casos, el sastre no es humano.
Nos repiten que la IA no nos va a reemplazar, que solo nos potenciará. Como si fuera una especie de vitamina digital para el cansancio docente. Pero ¿y si un día ese “potenciar” nos vuelve prescindibles? ¿Y si el arte de enseñar se reduce a curar contenido generado por la máquina, corregir tareas que ella misma diseñó, gestionar una clase que ella controla?
Frente a estos dilemas, los riesgos no son menores. No hablamos del viejo miedo al apocalipsis robótico, sino de algo más sutil: la pereza cerebral, el delegar el pensamiento, el deslizarse dulcemente hacia la irrelevancia crítica. Porque la IA puede producir respuestas impecables, pero aún no sabe enseñar a dudar. Y dudar, como bien sabían Sócrates y Mafalda, es la base del pensamiento.
Y si hay dudas, algunas no son infundadas. Esta semana se supo que una IA interpretó mal un artículo académico, confundió los conceptos y terminó inventando un término inexistente: “microscopía electrónica vegetativa”, algo que ningún científico había mencionado jamás, pero que hoy aparece replicado como si fuera real en otras publicaciones automatizadas. Es un episodio que, lejos de ser anecdótico, expone un dilema profundo: cuando el error no se reconoce como tal, sino que se propaga y se instala como verdad, ¿quién corrige a la máquina? Y más inquietante aún: ¿quién está dispuesto a dudar de ella?
A pesar de sus beneficios, la IA no es neutra. Los datos que se le ofrecen deben ser controlados con el celo de un secreto familiar. Algunos servicios garantizan privacidad; otros, más bien, la prometen con una sonrisa ambigua.
Mientras tanto, los educadores y capacitadores profesionales deben aprender a moverse en este nuevo ecosistema, con criterio, con valentía y, si es posible, con algo de ironía.
El futuro de la educación, se nos dice, será personalizado, adaptativo, inteligente y centrado en el alumno. Es una promesa bellísima, aunque sospechosamente parecida a una campaña publicitaria. La verdadera pregunta es: ¿qué espacio ocupará el ser humano en ese escenario tan perfectamente diseñado por no-humanos?
La escuela y la universidad son hoy el campo de batalla decisivo. No se trata de elegir entre resistirse o rendirse a la IA, sino de decidir cómo convivir con ella sin perder la brújula ética ni el sentido del oficio. Que este capítulo que la IA protagoniza en la historia del mundo no sea un epílogo melancólico, sino la apertura de una nueva era en la que, por una vez, el humano y la máquina se miren sin miedo. Y, quién sabe, hasta se rían juntos de lo mucho que todavía no comprenden.