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Armas en los hogares: multiplica los riesgos para la infancia, la adolescencia y la sociedad

a Argentina atraviesa un momento crítico en materia de seguridad y convivencia. Tras 42 años de democracia, cuando deberíamos estar dando un debate serio sobre cómo actuar de manera eficaz para proteger la vida de los ciudadanos frente a la violencia y el crimen organizado, el gobierno de Javier Milei y la ministra Patricia Bullrich convirtieron la seguridad en un experimento riesgoso que promueve la idea de que más armas significan más libertad. La evidencia muestra exactamente lo contrario: más armas implican más violencia, más miedo y más vidas truncadas.

El reciente caso en Mendoza, donde una niña ingresó armada en una escuela, expuso la urgencia de un problema que muchos prefieren ignorar: la presencia de armas en los hogares multiplica los riesgos para la infancia, la adolescencia y la sociedad en su conjunto. Desde que Milei asumió la presidencia se registraron al menos 15 episodios a nivel federal de chicos que entraron armados a las escuelas. La cultura del arma se filtra en la niñez y normaliza la violencia como forma de resolver conflictos, cuando los chicos deberían crecer con libros y notebooks, no con pistolas. Vivir en una sociedad violenta genera ansiedad en los niños y jóvenes; el miedo constante equivale a sentirse bajo amenaza de muerte y se traduce en síntomas de depresión, en inseguridad cotidiana y, en los peores casos, en riesgo suicida temprano.

El miedo no es una construcción abstracta: atraviesa las vidas reales de quienes hoy crecen en barrios marcados por la violencia con uso de armas. En ciudades como Rosario, el 40% de los homicidios afecta a menores de 25 años. UNICEF advierte que 1 de cada 5 adolescentes en el país presenta síntomas de depresión o ansiedad, mientras el Ministerio de Salud confirma que el suicidio ya es la segunda causa de muerte en jóvenes de 15 a 19 años. El 10% de los suicidios de este rango etario ocurre utilizando armas de fuego.

En este escenario, la supuesta defensa de la libertad a través de la liberalización de armas no solo resulta falaz: se vuelve criminal. Los chicos y chicas crecen entre violencia y miedo, buscando en las armas una herramienta de resolución de sus conflictos, cargando con una herencia de desprotección estatal que mina su futuro. Esta es la política de violencia que promueve este gobierno.

Las mujeres tampoco están a salvo. Cada 36 horas 1 mujer es asesinada en la Argentina, y uno de cada cuatro femicidios se comete con un arma de fuego. En 2025 han sido 164 los femicidios, 11 en niñas y adolescentes hasta los 17 años, 52 en adultas mayores; mientras que los intentos femicidios han sido 264. En 20% de los casos fue utilizada un arma de fuego: al menos 17% de las armas de fuego empleadas para cometer femicidio eran de tenencia legal, 37% no lo eran y en el 46% no la Justicia no obtuvo información de los organismos de control, como la ANMaC o actual RENAR.

El 2,6% de las víctimas directas de femicidio fueron atacadas por armas reglamentarias en manos de agentes de seguridad (pública y privada), lo que demuestra que la violencia de género se mezcla con la cultura del arma en una trama letal que atraviesa los hogares y que genera más miedo, más vulnerabilidad y más silencios. Entre 2020 y 2024, el 7% de los femicidios fue cometido por miembros de las fuerzas, dos de cada tres con sus armas reglamentarias. El impacto es devastador: las mujeres presentan más del doble de síntomas de depresión y ansiedad que los varones, y la violencia de género sostenida con armas de fuego es una herida social que no cicatriza, una herida que deja a miles de familias destrozadas cada año.

La tragedia también golpea dentro de las fuerzas de seguridad, donde el miedo al fracaso y la presión por no mostrar vulnerabilidad se potencian con la portación permanente del arma reglamentaria. Entre 2018 y 2024 se ha registrado que al menos 111 policías se suicidaron: solo en 2024 la policía bonaerense perdió más efectivos por suicidio que en servicio. El 57% de esos suicidios se produjo con armas de fuego, el segundo mecanismo utilizado. El arma que simboliza autoridad y protección se convierte en vía rápida para la tragedia personal y familiar. Hablar de salud mental policial no es un tema privado: es un asunto de seguridad integral que debería ser prioridad estatal.

Sin embargo, el Estado retrocede. Milei detonó todos los resortes de seguridad integral del Estado, aun con sus limitaciones y falencias. Eliminó políticas de detección temprana de violencias, de prevención y asistencia a las víctimas de violencia de género, desactivó el Programa Nacional de Desarme Voluntario, desvió fondos de planes de control y prevención, modificó normativas que volaron por los aires plexos de control integrales del Estado, redujo a la ANMaC en un mero registro de documentación, que dejó de inspeccionar y hacer campañas informativas y de concientización en escuelas, municipios y provincias orientadas a la prevención de las violencias y la resolución pacífica de los conflictos. Y sobre la reducción del stock de armas, apenas se destruyeron poco más de 5000 armas de las 60.000 retiradas de circulación, mientras decenas de miles incautadas por la Justicia siguen acumuladas en depósitos fiscales y policiales a nivel federal sin destino.

A esto se suma la reducción de la edad mínima para comprar armas de 21 a 18 años, la flexibilización del acceso a semiautomáticas y la “tenencia exprés”. Sabiendo que el arma es una herramienta y un mecanismo que amenaza la vida de niños, jóvenes, adultos y mayores, el gobierno de Milei habilita su accesibilidad. La motosierra aplicada a las políticas de seguridad expone a niños, familias y a los propios agentes de seguridad a riesgos innecesarios.

Los discursos oficiales no hacen más que legitimar la violencia. Cuando Bullrich afirma que “el que quiera estar armado, que esté armado” o Espert repite la lógica de “cárcel o bala”, lo que se instala es la idea de que la violencia es la salida a los conflictos. En vez de reconstruir la confianza social y fortalecer la prevención, estas declaraciones alimentan el aislamiento, el encierro y el “sálvese quien pueda”. En ese encierro es donde la conjunción de la ansiedad, el abandono del Estado y la presencia del arma, se tornan en una amenaza a la vida. El resultado es una sociedad paralizada por el miedo, que no se organiza ni encuentra soluciones colectivas porque el Estado le dio la espalda.

La salida existe, pero exige un cambio de rumbo. La seguridad no se construye con más armas ni con slogans de odio, sino con políticas públicas integrales, innovadoras y eficaces, con financiamiento orientado a los objetivos concretos y medibles de estas políticas.

Un Estado presente debe controlar el acceso a las armas, gestionar la conflictividad, prevenir el delito, frenar el crimen organizado y proteger a las familias con organismos agiles y profesionales de gabinetes multidisciplinarios, con tecnología orientada al cumplimiento de los objetivos de seguridad, con justicia rápida y resolutiva, y con cercanía humana para una pronta detección de los problemas. Eso significa que la seguridad se pone en el centro de la agenda pública, y que no espera de soluciones de otros problemas estructurales, sino que soluciona integralmente y de la mano de otras acciones del Estado. Controlar el acceso a las armas; llevar adelante campañas de desarme voluntario; atender tempranamente la salud mental de niños, adolescentes; garantizar el bienestar del personal policial; rediseñar las políticas de seguridad y justicia para prevenir la acción delictiva y perseguir el crimen organizado; gestionar la conflictividad con profesionalidad, priorizando la vida y la convivencia: son algunas de las estrategias efectivas que se pueden desarrollar en un Estado ágil y fortalecido.

Lo ocurrido en Mendoza no es un caso aislado: es la punta de un iceberg que combina la ausencia de políticas públicas, el debilitamiento del Estado y la circulación indiscriminada de armas en la sociedad. Los argentinos no quieren vivir armados ni bajo miedo. Quieren vivir seguros, libres y en paz, y eso solo será posible con un Estado que los proteja en lugar de abandonarlos y reprimirlos.