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 Cómo fue cambiando la Navidad a lo largo de los siglos

Es llamativo que el acto central de la historia, el que dio nuevo sentido al calendario humano, no haya sido protagonizado por un personaje rico y poderoso sino por una familia pobre, cuyo niño nace en un establo en la periferia de un vasto imperio. Ese niño trajo al mundo un mensaje de amor tan potente que ya nada sería igual para la humanidad.

Desde los primeros tiempos, los seguidores del Niño de Belén sintieron la necesidad de celebrar su nacimiento. Como es obvio, no podían saber la fecha. El día elegido fue el 25 de diciembre, buscando resignificar la fiesta pagana del nacimiento del sol: Natalis solis invictis. Coincide con el solsticio de invierno en el norte, el día más corto y la noche más larga del año, a partir del cual el sol triunfa sobre la oscuridad y los días comienzan a alargarse.

Los primeros cristianos, con esa capacidad de sincretismo saludable que expresa la dinámica de la encarnación y que ha sido una ley en la historia del cristianismo, tomaron ese día para celebrar el nacimiento del verdadero sol, Cristo, que aparece ante el mundo después de la larga noche del pecado.

El pesebre fue una invención de San Francisco de Asís que en el siglo XIII pidió que se armara un establo con un niño, José, María y unos animales.

El primer testimonio que tenemos de que se haya celebrado un 25 de diciembre se remonta a un calendario romano del año 336. Inicialmente la Navidad estaba unida a la Epifanía, que expresa la revelación de Cristo al mundo pagano y que hoy conocemos como la fiesta de Reyes. Hacia fines del siglo IV –en Occidente– ambas fiestas se separan y la Epifanía comienza a celebrarse el 6 de enero. Todavía quedan iglesias en Oriente que las celebran juntas el 6 de enero.

En la Edad Media, la celebración de la Navidad combinaba solemnidad religiosa con alegría popular. Las fiestas duraban doce días, desde la Misa del gallo, celebrada en la medianoche (ad galli cantus) del 24 de diciembre, hasta la Epifanía.

Intercambiaban regalos y celebraban festines en todas las casas, que se decoraban con guirnaldas y coronas de cualquier hoja que se mantuviera verde en invierno. El acebo y el muérdago, con sus brillantes hojas verdes y sus frutos rojos, se usaban desde la antigüedad como decoración en las fiestas de invierno y se volvieron infaltables para ambientar las navidades.

San Francisco de Asís, profundamente devoto del Niño Jesús, en la Nochebuena de 1223 pidió a los habitantes de un pequeño pueblo que acondicionaran un humilde establo con paja, un buey, un asno y un niño. Esa costumbre, se difundió rápidamente y se mantiene viva hasta hoy en los pesebres que cada Navidad adornan iglesias y hogares en todo el mundo.

Otro elemento de las fiestas paganas de invierno que se convirtió en símbolo de la Navidad cristiana fue el árbol navideño. Según la tradición, San Bonifacio –misionero en Germania durante el siglo VIII– cortó un roble dedicado a dioses paganos y lo reemplazó por un abeto, árbol de hojas perennes, símbolo de la vida eterna en Cristo.

El primer registro del árbol de Navidad tal como lo conocemos, con velas encendidas y adornos, se remonta a los alemanes luteranos del siglo XVI. En un principio, el árbol con su simbolismo más abstracto representaba una alternativa protestante a los pesebres católicos. En muchas regiones católicas fue visto con sospechas hasta el siglo XIX.

Hoy en día, el árbol navideño se arma junto al pesebre en el corazón del Vaticano y la Iglesia católica enseña –en el Directorio de piedad popular y liturgia– que “evoca tanto al árbol de la vida, plantado en el jardín del Edén, como el árbol de la cruz, y adquiere así un significado cristológico: Cristo es el verdadero árbol de la vida, nacido de la tierra virgen Santa María”.

La transformación del árbol de Navidad de tradición local germánica a fenómeno global se produjo gracias a una representación de la familia real británica alrededor del árbol publicada en 1848. La escena proyectaba felicidad familiar y respetabilidad burguesa, valores centrales de la era victoriana, y produjo un fuerte efecto de imitación.

Así se popularizó en Estados Unidos –donde lo habían llevado los inmigrantes alemanes– y se lo comenzó a emplazar en lugares públicos. Allí, Edward Johnson, socio de Thomas Edison, revolucionó la decoración creando primer árbol de Navidad eléctricamente iluminado en 1882. Las luces, que siempre tuvieron un lugar destacado en las fiestas de invierno, se volvieron un signo del espíritu navideño.

También a los Estados Unidos le debemos la popularización de Papa Noel gracias a la publicidad de una conocida gaseosa en la década de 1930. Se apoya en una tradición que llegó con inmigrantes alemanes y holandeses en los siglos XVIII y XIX según la cual San Nicolás, que fue un obispo del siglo IV famoso por su generosidad hacia los pobres y los niños, repartía regalos a los niños en diciembre.

Los cantos navideños también responden a una antigua tradición. Los villancicos eran formas musicales populares sobre temas de la vida cotidiana que –durante el Renacimiento– comenzaron a usarse para transmitir la fe cristiana de manera accesible y festiva. En el siglo XIX se consolidó el carácter navideño de estos cantos.

En la Nochebuena de 1818, en una pequeña iglesia de Austria cuyo órgano no funcionaba, se estrenó un villancico acompañado con guitarra. La ternura y la paz que transmitía lo convirtió en el villancico canónico de las navidades: Noche de paz.

La poesía de su letra se entreteje en su sencilla melodía y lo vuelve una catequesis cantada: en la quietud de la noche, cuando todo duerme alrededor, irrumpe la luz de Dios hecha carne en la fragilidad de un niño, revelando que la salvación no llega con poder ni estruendo, sino con humildad y ternura.

Cerremos este recorrido por las navidades de la historia con una alusión a nuestro país, donde los días de Navidad se conocen como las fiestas. Más allá de la dimensión explícitamente religiosa con la que muchos las viven, gran parte de los hogares arman el arbolito, el pesebre y decoran con motivos navideños.

Se valora sobre todo la reunión familiar, tanto que duelen especialmente las ausencias y la soledad. La cena de Nochebuena es el momento más esperado e incluye infinidad de pequeños rituales que supo retratar genialmente Luis Landriscina en un conocido relato humorístico.

El clímax del encuentro llega con el brindis de medianoche. Dios quiera que este año, al alzar las copas, los argentinos encontremos en el Niño del pesebre la fuerza de un amor que nos une y nos llama a no dejar a nadie al costado del camino.