Fue hace exactamente una década. Laura Bramati tenía 56 años, una carrera sólida como cirujana plástica, estética y reconstructiva, y una familia tradicional y numerosa. “Estaba en una etapa de mi vida en la que tenía más o menos organizado todo mi trabajo y mi lugar en el mundo”, le dice a Infobae sentada en un bar frente al Hospital Italiano. Estamos en un alto en su agenda mientras espera que le confirmen si la batería de trámites requerida para autorizar una intervención de adecuación de género fue aprobada por todas las autoridades competentes y puede operar a su paciente en las próximas horas. Es un camino burocrático –y a veces muy desalentador– en el que tuvo que especializarse a la par del cambio profesional y personal que significó convertirse en una de las médicas pioneras en la atención transgénero en la Argentina.
En 2012, después de que la Ley de Identidad de Género reconoció a las personas trans el derecho a acceder a atención sanitaria integral, la Dra Bramati recibió en su consultorio del Italiano a un paciente con nombre femenino y aspecto de varón. Dice que contó la historia muchas veces, pero es porque fue el momento preciso en que le “explotó la cabeza” y abrazó una nueva vocación que hasta entonces desconocía por completo: “Me sorprendí mucho, no entendía. Él sonrió y me dijo: ‘Sí, yo soy Daniela, pero soy un hombre trans’. Tomaba hormonas, pero quería una adecuación física, de su tórax. Nunca en mi vida profesional me había encontrado con alguien que me pusiera sobre la mesa una situación como la suya, y no sabía cómo ayudarlo, porque no estaba dentro de lo que yo había aprendido hasta entonces”, recuerda.
Bramati fue clara. “Le dije: ‘Mirá, sinceramente es la primera vez que me plantean este tipo de intervención, pero voy a tratar de averiguar a ver qué es lo que puedo hacer por vos’”. Con la promesa hecha, se entregó a repensar cada uno de los conceptos que siempre había dado por hechos. “En medicina estética se hacían reducciones mamarias, pero no adecuaciones de tórax masculinos a partir de uno femenino. Así que pasé un largo tiempo informándome sobre lo que se hacía en otros países, porque en la Argentina esto no estaba previsto ni implementado. Teníamos una ley que garantizaba los procedimientos quirúrgicos, pero no había quienes estuvieran en condiciones de hacerlos en el sistema de salud privado ni en el público”, cuenta.
La información que circulaba era poca. “Estaba el caso de Chile y de países como Holanda y Bélgica que llevaban muchos años en el tema. En Estados Unidos un endocrinólogo, Harry Benjamin, había hecho escuela al comenzar a tratar con hormonas a una persona con lo que entonces se llamaba ‘disforia de género’. Era dejar de considerarla una enfermedad para pasar a entenderla como una condición, la de personas cuya identidad no coincidía con su género asignado. Benjamin fue disruptivo y creó la primera asociación para investigar lo que les ocurría a estos pacientes porque entendía que no eran psiquiátricos como se creía hasta ese momento; así se creó la World Professional Association for Transgender Health (WPATH), que reúne a los profesionales que atienden pacientes transgénero, desde psicólogos y antropólogos hasta fonoaudiólogos y cirujanos como yo, para que entre todos acuerden protocolos de atención”, explica Bramati, que hoy es una de las contadas integrantes argentinas de la entidad.
Fue mucho tiempo de estudio dedicado que todavía está en progreso. De incorporar y entender el alcance de palabras como transexual o no binario: “Era un mundo absolutamente nuevo y revolucionario para mí. Yo había vivido siempre en un mundo que era de otra manera y esto me pegó muy fuerte, porque era abrir la cabeza a posibilidades totalmente distintas, diversas. Y me involucré”.
Tuvo que llevar a la práctica muchos de los conceptos que suenan teóricos aún para los que manejan bien el tema, romper el binarismo de manera concreta, física: “Lo estético tiene que ver con el resultado, entonces no es cortar y pegar, sino cortar, diseñar y adecuar. Para partir de un cuerpo que tiene la forma de un género y llevarlo a otra forma tuve que cruzar el pensamiento, porque lo que yo pensaba que era para mujer, tuve que pensarlo para varón, y viceversa”, dice quien se define como “una apasionada de la cirugía plástica” y se ubica lejos de quienes creen que es un campo frívolo o menor cuyo único propósito es ganar dinero (‘¡Estaría es Bahamas si fuera así!’, bromea).
Le llevó dos años conseguir la autorización de la obra social para poder hacerle la adecuación de tórax a su primer paciente trans y mientras tanto se abocó por completo a formarse. “Comencé a conectarme con diferentes asociaciones de reconocimiento trans como la Asociación de Travestis Transexuales y Transgéneros de Argentina (A.T.T.T.A), la Casa Trans y la Federación Argentina LGBT, que, a la par del crecimiento de las redes sociales que habilitaron un intercambio más abierto, me permitieron ir empapándome ya no sólo de la cuestión médica, sino de las vivencias, que claramente no son las mismas ahora que hace una década”, dice la médica.
Bramati está casada y tiene cinco hijos y cuenta que por entonces comenzó a plantear estas cuestiones en la mesa familiar de los domingos –la mesa de una familia católica de la Recoleta–: “Yo hablaba con mis hijos y con mis nietos que en esa época tendrían entre diez y siete años, y sentía que también estaba generado un cambio nutritivo para ellos. Había algunas resistencias, pero desde mi lugar, multiplicaba la información que iba consiguiendo y sentía que estaba haciendo algo importante, que estaba trabajando en algo que era un beneficio enorme para la humanidad, empezando por mi propia casa”.
Lo dice y se ríe, pero sabe que es cierto. “Estaba abriendo el panorama para la gente común, la gente que me cruzaba en mi vida cotidiana”, dice. Incluso entre sus amigas y conocidas: “Me veían y me ven tan comprometida con lo que hacía, que lo respetaron desde el principio. Y también es un nido desde donde informar y formar”.
Parte de esa apertura fue crear un consultorio inclusivo en el Hospital Italiano. “Lo hice en una soledad absoluta, porque –cuenta– lo hablaba con mis colegas y me miraban con la misma cara que hubiera puesto antes yo. Miraban, pero no con la empatía que sentía yo”.
Así, sola y de a poco, fue sembrando esa empatía en distintos servicios del hospital. “Necesitaba armar equipo, algo más sólido. Pero al principio éramos apenas dos o tres. Me parecía que mi función también era enseñar a otros profesionales para que entre todos pudiéramos atender mejor a los pacientes que llegaban, porque los pacientes llegan a cualquier lado, a medicina familiar, a fonoaudiología, a psiquiatría, a endocrinología, a ginecología, a pediatría, a adolescencia. Y así empecé a dar charlas internas: había que cambiar la manera en que esas personas eran recibidas”, dice.
Por eso, otra tarea importante que asumió en el hospital fue tratar de informar y formar al sector administrativo. “Para ellos era complicado, a veces los pacientes todavía no tienen un DNI que coincida con su género autopercibido y por desconocimiento no sabían cómo tratarlos. Ahora cuando llegan pacientes a verme, automáticamente les preguntan con qué nombre y con qué pronombre deben tratarlos. Es algo básico, que debería ocurrir siempre, pero que los pacientes agradecen. Son personas que tienen enormes dificultades para acceder al sistema público. Hay una ley, pero hay demasiadas trampas y pasan años esperando –se indigna–. Y entiendo que las prioridades pueden ser distintas. Te dicen ‘Bueno, pero entre un cáncer y una adecuación de género’ como si fueran alternativas, cuando la realidad es que son personas que también tienen una limitación sobre sus vidas, porque están trabadas, atrapadas en una condición que no les es propia, con índices de suicidio altísimos y una expectativa de vida que todavía es muy baja”.
Y claro, con tan pocos servicios disponibles y en condiciones de cumplir con la ley, esos pacientes que llegaban a su consultorio fueron cada vez más. “Cuando vieron que alguien los atendía y los escuchaba, fue un tsunami imparable”, dice Bramati. La cirugía de aquel primer paciente se hizo en 2014 y además de ser la primera en el Italiano, marcó un rumbo. Desde entonces lleva realizadas cerca de 150 operaciones de adecuación corporal (“Si no hago más, es por las restricciones de las prepagas”, se lamenta). A todos, dice, los recibe con la verdad: “Yo estoy aprendiendo con vos. Esto es lo que puedo ofrecerte”, les aclara. A todos los acompaña en un recorrido que es mucho más que estético, es encontrar o reencontrarse con su identidad.
“Llegó un momento en que dije ‘si quiero ser inclusiva en serio, mi consultorio no puede llamarse inclusivo, porque lo que quiero es naturalizarlo’ –cuenta–. Dentro del protocolo de buenas prácticas de la WPATH existe lo que se llama la variabilidad de género, que es el grado en que la identidad difiere de las normas culturales para el género asignado al nacer. Pero en medicina existe también la variabilidad genética, que es todo lo variable en cualquier persona: tu altura, tu peso, el color de tus ojos, si sos diestro o siniestro. Yo creo que hay que naturalizar eso, que todos somos cambiantes, variables, distintos incluso de nosotros mismos en el tiempo. Y es que así como me importan los aspectos quirúrgicos, la clave está ahí, en lo social.”
Hoy Bramati hace cirugías de adecuación corporal y facial para mujeres y varones trans y para personas no binarias que quieren modificar, por ejemplo, sus caderas o sus pantorrillas. Sólo el 1% de sus pacientes recurre a cirugías de adecuación genital, en las que también ha trabajado. Pero dice que, en tanto el mundo se volvió más fluido, una intervención en aumento es la que se usa para borrar o reducir características asociadas con un género determinado. “Ayer, por ejemplo, atendí a una persona con características femeninas, que se autopercibía no binarie y usaba un nombre neutro, y lo único que quería era una adecuación corporal; no quería, por ejemplo, areolas. O sea que la variabilidad es enorme”, cuenta.
Bramati trabajó en una pequeña estadística sobre los casos en los que intervino en estos años: “La edad promedio de consulta al principio era de entre 25 y 35 años. El mayor de mis pacientes tenía 52 cuando lo operé y todavía tenemos una relación de amor total. El paciente más joven que atendí en estos años tenía 16. Y la gente que no sabía, tal vez decía: ‘¿Cómo está operando a un menor de edad?’, pero el Código Civil dice que cualquier persona a partir de los 16 tiene la libertad de elegir sobre su cuerpo. Eso no quiere decir que yo voy a operar a todos los adolescentes que aparezcan en el consultorio, pero para eso formamos –¡mirá cómo han cambiado las cosas!– un grupo de atención transgénero con médicos de todas las especialidades, entonces la decisión se apoya en la evaluación interdisciplinaria”.
Hay otro cambio que observó en el tiempo y que es tal vez el más significativo. “Antes los pacientes llegaban solos, con una timidez y una vulnerabilidad tremendas. Eran como pollitos, y a mí me daban mucha ternura porque se les veía esa soledad y el desamparo. Ahora llegan con sus familias, con un apoyo incondicional de sus madres, de sus padres, de sus abuelas incluso. Eso está cambiando mucho y es fundamental, porque es en ese contexto familiar donde nosotros los acompañamos para que puedan tomar decisiones sobre su cuerpo”, dice la cirujana.
Otra cosa que cambió junto a las vidas de sus pacientes y la suya propia: “Los padres están más atentos y consultan desde pediatría. Ahora está muy en discusión el tema de los bloqueadores hormonales, que se usan para detener la manifestación de los caracteres sexuales, con la supuesta ventaja de que si un adolescente se arrepiente, se dejan de dar y se pueden revertir los efectos. La verdad es que no es tan así, porque hay características como el pene que, si no se desarrollan en su momento, después no logran desarrollarse completamente”, explica.
Y como la única constante es el cambio, el acompañamiento familiar trae historias diferentes: “Si antes la mayoría de las mujeres trans que atendía eran trabajadoras sexuales, hoy recibo filósofas, arquitectas, abogadas, asesoras políticas. Mujeres y varones trans o personas no binarias que tienen otra vida social, que son profesionales independientes o trabajan en empresas, y ya no se esconden detrás de un mechón de pelo –como les pasaba a tantos de mis pacientes antes– para no recibir la mirada hostil de su entorno. Son capacidades desarrolladas gracias a la inclusión”.
La lucha, sin embargo, es sostenida. Y la prueba se hace palpable mientras charlamos y espera alerta el llamado milagroso que le confirme que puede ir al quirófano: “Hace un año y medio que estoy detrás de este caso. Un año y medio de la vida de alguien, porque la pandemia puso aún más obstáculos. Es que la ley existe pero no contempla los costos, y después nadie quiere absorberlos”.
Bramati también hizo escuela. Una de sus ex residentes está ahora al frente del equipo de atención transgénero del Pirovano, de los pocos –poquísimos– que existen en el país donde el servicio del Durán fue vanguardia. Dice que sus nietos hoy adolescentes son los que le siguen enseñando a ella. Y aunque sabe que algunos colegas la siguen mirando como si fuera un bicho raro, asegura que ya no le importa: “Yo los miro con altura. Estoy orgullosa de lo que hago”.